En aquel tiempo, entró Jesús otra vez en la sinagoga, y había allí un hombre con parálisis en un brazo. Estaban al acecho, para ver si curaba en sábado y acusarlo.
Jesús le dijo al que tenía la parálisis: «Levántate y ponte ahí en medio.»
Y a ellos les preguntó: «¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?»
Se quedaron callados. Echando en torno una mirada de ira, y dolido de su obstinación, le dijo al hombre: «Extiende el brazo.»
Lo extendió y quedó restablecido.
En cuanto salieron de la sinagoga, los fariseos se pusieron a planear con los herodianos el modo de acabar con él (San Marcos 3, 1-6).
COMENTARIO
Cuántos enfermos fueron curados por Jesús en su paso por la tierra. Cuántas personas débiles, incapacitados y paralizados por la enfermedad, encontraron en Jesús su luz y su consuelo.
Pero si nos detenemos con cuidado y meditamos las distintas enfermedades que a Jesús se le presentan, podemos encontrar el misterio que reside en cada una de esas curaciones que encierran toda una enseñanza profunda de Jesús a sus discípulos. En este caso, el Evangelio nos presenta a un hombre con la mano paralizada.
En el antiguo Israel las manos eran parte natural de la disposición a la oración, a la bendición, y se elevaban hacia el cielo en señal de adoración, de alabanza al Señor.
Como nos dice el Salmo 134: 2:”Alzad vuestras manos al santuario y bendecid al Señor”. Cualquiera de nosotros sabemos que, alzando nuestras manos al cielo, queremos proyectar nuestro corazón hacia Dios, queremos despegarnos del suelo y elevarnos, acortar la distancia entre Dios y nosotros.
Pero aquel hombre del Evangelio de hoy, no podía levantar sus manos en señal de aquellos que están incapacitados para bendecir a Dios.
Y no es porque el Señor les descarte: Dios no descarta a nadie, todo lo contrario sino porque su propia desolación, el peso que sienten, su cansancio les lleva a creer que Dios no les escucha, que no son dignos de Dios.