«Pero yo extenderé mi mano y heriré a Egipto con toda suerte de prodigios que obraré en medio de ellos y después os dejará salir» (Éx 3,20).
Yo forzaré la cabeza de hierro del Faraón, mi mano es más fuerte que la suya, por lo que no le quedará más remedio que dejaras salir. Quiera o no quiera os encaminaréis hacia la libertad porque así lo he decidido yo. Mi decisión prevalece sobre la del Faraón. Esto es lo que le viene a decir Dios a Moisés.
Como ya he expresado con anterioridad, el libro del Éxodo, o si queremos, la historia épica de salvación que Dios hace con Israel al liberarles del yugo de Egipto y conducirles por el desierto hasta la tierra prometida, está jalonado por signos, obras y memoriales que marcarán indeleblemente la espiritualidad de este pueblo, su experiencia de fe.
En este sentido vamos a sondear lo que nos quiere decir su autor al declarar que Israel saldrá hacia su libertad porque la mano de Yahvé está a su favor, o si queremos, contra su opresor. Afirmar que Dios extiende su mano contra el Faraón equivale a decir que desplegará su fuerza, su poder, sobre él, de tal forma que todos sus intentos para tratar de impedir que libere a Israel serán inútiles.
Acerca del significado de la mano como sinónimo de fuerza y poder, podríamos acercamos a la apreciación que hace el mismo autor del libro del Éxodo, en el episodio en el que se presenta a Moisés defendiendo a unas mujeres de las manos de unos pastores que las echaron de los pozos de agua donde estaban abrevando sus rebaños. Episodio que está enmarcado en la huída de Moisés a Madián cuando tuvo miedo del Faraón porque había dado muerte a un egipcio.
El acontecimiento al que hacemos referencia y que fue visto con amplitud en catequesis anteriores, nos revela que estas mujeres defendidas por Moisés llevaron sus rebaños a la casa paterna. Su padre les preguntó cómo es que habían llegado más pronto que de costumbre. Oigamos la respuesta que le dieron: «Un egipcio nos libró de las manos de los pastores, y además sacó agua para nosotras y abrevó el rebaño» (Éx 2,19). Fijémonos bien en la expresión de estas mujeres: Nos libró de las manos de los pastores.
«La mano de Dios está con él». He ahí el comentario de Lucas acerca de Juan Bautista ante los signos que acompañaron su nacimiento, como la pérdida del habla de su padre Zacarías y su posterior recuperación: «Y al punto se abrió su boca y su lengua, y hablaba bendiciendo a Dios. Invadió el temor a todos sus vecinos, y en toda la montaña de Judea se comentaban todas estas cosas; todos los que las oían las grababan en su corazón, diciendo: Pues ¿qué será este niño? Porque, en efecto, la mano de Dios estaba con él» (Lc 1,64-66).
La mano de Yahvé está con Israel, en su favor. Esto es lo que proclamarán una y otra vez los profetas, así como los salmistas del pueblo santo. La mano de Yahvé está con nosotros. Proclamarán en sus cánticos e himnos los israelitas en sus asambleas litúrgicas.
La mano de Dios está con Israel. Yahvé quiere que su pueblo grabe en el corazón estas palabras de esperanza y salvación en un momento histórico en el que todo invita a la incredulidad y desesperanza. Están desterrados en Babilonia. Son ya demasiados los años en que están sin patria y sin Templo, y no se ve ningún atisbo de luz a lo largo del túnel. Israel ha pecado, se ha ensoberbecido, ha pretendido marcar los hitos de su historia relegando a Dios a un elemento casi decorativo. Es por eso que ha ido al destierro, para que sepa por sí mismo que sin Dios no es nadie … , ni siquiera pueblo, como cuando estaban en Egipto.
Israel ha pecado pero Dios es persistente en su amor, le sigue queriendo. Es un amor que en nuestras prudencias llamaríamos «inconsciente». Envía a sus profetas para que no desmayen, les envía con palabras tiernas que conmueven hasta los entresijos del alma: «Yo, yo soy tu consolador. ¿Quién eres tú, que tienes miedo del mortal y del hijo del hombre, que no es mas que hierba?.. Yo he puesto mis palabras en tu boca y te he escondido a la sombra de mi mano, cuando extendía los cielos y cimentaba la tierra, diciendo a Sión: Tú eres mi pueblo» (Is 51,12-16).
Al igual que los profetas exhortan con sus catequesis al pueblo a fin de que no pierda su confianza en Dios, en su mano protectora, también los salmistas levantan el ánimo del pueblo y le invitan a cantar en sus asambleas la grandeza de Yahvé, el poder y la fuerza de su mano que tantas veces actuó en su favor contra sus enemigos y opresores: «[Dad gracias a Dios porque es bueno, porque es eterno su amor! ¿Quién podrá nombrar todas las proezas de Yahvé…? Él los salvó por amor de su nombre, para dar a conocer su poderío. Increpó al mar Rojo y éste se secó, los llevó por los abismos como por un desierto, los salvó de la mano del que odiaba, de la mano del enemigo los libró» (Sal 106,1-10).