Los cristianos estamos llamados a ser sacerdotes, profetas y reyes
Hace poco llamaron a la puerta de casa dos chicas mormones, estaban en España de misión y procedían de Estados Unidos. Me dijeron que Jesús era un profeta, el último profeta en la historia de la humanidad, yo les respondí —ahora me admiro de la naturalidad con que se desarrolló todo— que los católicos pensábamos que nosotros, como cuerpo de Cristo resucitado, somos hoy, sacerdotes, profetas y reyes. Que cualquier cristiano que haga suyo, en su propia vida, el evangelio de Jesús, es, con seguridad, un profeta para muchos. Se quedaron alucinadas.
Pero es verdad, somos sacerdotes, porque al igual que Cristo, intercedemos ante el Padre por toda la humanidad sufriente; profetas, porque, gracias al bautismo el Espíritu de Dios habita en nosotros y, si somos fieles a este don, podemos dar luz a los que la necesitan; y reyes, porque gracias a Jesucristo, reinamos —o al menos estamos llamados a reinar— sobre nuestros pecados, debilidades y esclavitudes: reyes, en definitiva, de nuestra propia historia.
rodeados de profetas
Pese a todo da la impresión de que hoy día ha desaparecido la figura del profeta de la vida de la Iglesia y esto no es así. En las narraciones de los primeros cristianos, los profetas estaban presentes en la vida de la comunidad —“Había en la Iglesia fundada en Antioquía, profetas y maestros… (Hch 13,1); “Por aquellos días bajaron unos profetas de Jerusalén a Antioquia” (Hch 11,27; etc.—, incluso, es evidente que el don de profecía se hace más abundante en toda la historia de la Iglesia que en todo el Antiguo Testamento.
Hace poco una amiga mía me comentó, al hablarle sobre los profetas actuales, que para ella sus profetas habían sido sus catequistas, que le habían anunciado a Jesucristo resucitado y le habían explicado las Escrituras. Así los profetas hablan en el nombre de Dios, tienen una Palabra que ilumina la historia personal y/o la historia colectiva, el Espíritu se manifiesta a través de ellos. Y de la misma manera que los Apóstoles son testigos de Cristo resucitado y proclaman el kerygma (la Buena Noticia), los profetas no se limitan a predecir el porvenir, ni siquiera éste es su principal cometido, sino el de “edificar, consolar, exhortar”, así como explicar, bajo la luz del Espíritu, los oráculos de los antiguos profetas y descubrir en consecuencia el misterio del plan de Dios. Es decir, hoy, como ya veremos, existe la figura del profeta dentro de la Iglesia, aún más, me atrevería a decir que estamos rodeados de profetas, tanto religiosos como laicos, personas que son punto de referencia para los cristianos de su generación.
Pese a todo da la impresión de que hoy día ha desaparecido la figura del profeta de la vida de la Iglesia y esto no es así. En las narraciones de los primeros cristianos, los profetas estaban presentes en la vida de la comunidad —“Había en la Iglesia fundada en Antioquía, profetas y maestros… (Hch 13,1); “Por aquellos días bajaron unos profetas de Jerusalén a Antioquia” (Hch 11,27; etc.—, incluso, es evidente que el don de profecía se hace más abundante en toda la historia de la Iglesia que en todo el Antiguo Testamento.
Hace poco una amiga mía me comentó, al hablarle sobre los profetas actuales, que para ella sus profetas habían sido sus catequistas, que le habían anunciado a Jesucristo resucitado y le habían explicado las Escrituras. Así los profetas hablan en el nombre de Dios, tienen una Palabra que ilumina la historia personal y/o la historia colectiva, el Espíritu se manifiesta a través de ellos. Y de la misma manera que los Apóstoles son testigos de Cristo resucitado y proclaman el kerygma (la Buena Noticia), los profetas no se limitan a predecir el porvenir, ni siquiera éste es su principal cometido, sino el de “edificar, consolar, exhortar”, así como explicar, bajo la luz del Espíritu, los oráculos de los antiguos profetas y descubrir en consecuencia el misterio del plan de Dios. Es decir, hoy, como ya veremos, existe la figura del profeta dentro de la Iglesia, aún más, me atrevería a decir que estamos rodeados de profetas, tanto religiosos como laicos, personas que son punto de referencia para los cristianos de su generación.
Jesús, más que profeta
“El Espíritu del Señor Yahvé está sobre mí, por cuanto me ha ungido Yahvé. A anunciar la buena nueva a los pobres me ha enviado, a vendar los corazones rotos; a pregonar a los cautivos la liberación, y a los reclusos la libertad, a pregonar año de gracia de Yahvé, día de venganza de nuestro Dios; para consolar a todos los que lloran, para darles diadema en vez de ceniza, aceite de gozo en vez de vestido de luto, alabanza en vez de espíritu abatido. Se les llamará robles de justicia, plantación de Yahvé para manifestar su gloria” (Is 61,1-3).
Este texto del profeta Isaías, lo hace suyo Jesús cuando comienza su vida pública, al proclamarlo en la sinagoga y señalar con rotundidad que “esta Palabra hoy se cumple” (Lc 4,21); así, Jesús asume la misión de profeta, pero además, la sobrepasa, pues no sólo habla en nombre de Dios, sino que es el mismo Verbo de Dios encarnado, se trata del mismo Dios que habla al hombre. No hay más que recordar ese texto sin par de san Juan (Jn 1,1-14), donde se nos dice: “En el principio existía la Palabra y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios… Y la Palabra se hizo carne, y puso su Morada entre nosotros, y hemos contemplado su gloria”.
Así Jesús supera la misión del profeta y, al mismo tiempo en él se cumplen las profecías; ya en el Deuteronomio Yahvé dice a su pueblo: “Os suscitaré un profeta, de entre vosotros” (18,18).
Los israelitas esperaban —por los oráculos de sus profetas— un Mesías de la estirpe de David, nacido en Belén, nacido de virgen, un Rey que sacara al pueblo de la opresión, un Siervo doliente, un Pastor, uno humilde y pacífico, un Mesías sacerdotal, un Mesías trascendente, un Hijo de Hombre de origen celeste, un Enmanuel, un Ungido de Yahvé… Todas estas divergencias en cuanto a la figura del Mesías, se concilian en Jesucristo. Jesús mismo llegará a decir que Él ha venido a dar cumplimiento a la ley y a los profetas (ver Mt 5,17).
Para abundar en la idea de que en Jesús se cumple y a la vez se trasciende la figura del profeta, cuando Juan el Bautista le pregunta por medio de sus discípulos: “¿Eres tú el Mesías, o hemos de esperar a otro?”, Jesús le responde con una profecía de Isaías: “Decidle a Juan lo que habéis visto: los ciegos ven, los cojos andan, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia la salvación” (Mt 11,3-6). En otras palabras, Jesús les dice: Soy yo al que estáis esperando.
La misión esencial de Cristo será la de revelar al Padre, la de hacer cercano el rostro de Dios. Así, el Dios invisible del Antiguo Testamento, queda desvelado en Jesús, en El, Dios se ha hecho visible: “Nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie, sino el Hijo, y a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27).
rechazados por el mundo
Esta actitud de servidor de la Verdad, llevará a Jesús, como a la mayoría de los profetas, a la muerte: Pablo VI, en su Exhortación Apostólica “Anunciadores del Evangelio”, ya señala cómo en Jesucristo se identifican de manera perfecta palabra y vida, pues Jesús no sólo anuncia el evangelio, la Buena Noticia del amor que Dios nos tiene, sino que él mismo es el Evangelio, él mismo es el modelo del Hombre querido por Dios: “Jesús mismo, Evangelio de Dios, ha sido el primero y más grande evangelizador. Lo ha sido hasta el final, hasta la perfección, hasta el sacrificio de su existencia terrena” (n.º 7). Y esta es la misión de todo cristiano: ser para los que nos rodean sacerdote, profeta y rey, es decir, reproducir la imagen de Cristo Jesús en la Tierra, perseguido, humillado, abandonado a la voluntad del Padre y, también, resucitado.
no son revolucionarios
Así, siguiendo las huellas de Jesucristo, los profetas son esencialmente figuras religiosas. Todos han tenido en sus vidas una experiencia concreta y real del amor de Dios hacia cada uno de ellos. Esta intimidad con Dios es la que les impulsa a poner su vida al servicio del Evangelio, y es esta intimidad la que les da el carisma y la fortaleza para afrontar las dificultades de su misión.
Sin embargo, los profetas no han sido, ni siquiera en la historia del pueblo de Israel, revolucionarios en el orden político: así, cuando se han declarado a favor o en contra de tal o cual alianza política, su móvil no era la instauración de una nueva forma de gobierno, sino la oposición a la impiedad o a la idolatría del rey gobernante.
Tampoco han sido revolucionarios en el orden social, porque aunque no han callado ante las injusticias o ante la opresión a los pobres por parte de los poderosos, también han echado en cara a los pobres sus propios pecados. Por lo demás, la denuncia profética no tiene como base la reivindicación de clase, sino la conciencia de que una injusticia contra el hombre es una infidelidad contra Dios.
Por lo demás, los profetas tampoco han sido, ni son, revolucionarios en el orden religioso, toda su actividad va orientada hacia la renovación, no hacia la invención de cosas nuevas. Hoy día los profetas actuales tratan de responder a los signos de los tiempos, desde el Magisterio de la Iglesia y desde el Concilio Vaticano II.
arrodillada ante los pobres
Por otra parte, es más que evidente que la mayoría de los santos han tenido o tienen una misión profética, quizás por estar más cerca de la Luz de Dios. Por ejemplo, Teresa de Calcuta, una mujer que antes de morir ya era reconocida por todo el mundo como santa, dejó como legado una Palabra de parte de Dios: Ama en verdad. En sus funerales, el Cardenal Angelo Sodano lo reconocía de esta forma: “La historia de la vida de Madre Teresa no es sólo una mera aventura humanitaria, como ella misma aclararía. Es una historia de fe bíblica. Tan sólo puede explicarse como el anuncio de Jesucristo, como —utilizando sus mismas palabras— un acto de amor y servicio a Él en la imagen dolorosa de los más pobres de los pobres, tanto espirituales como materiales, reconociendo en ellos y restituyéndoles su imagen y semejanza con Dios”.
Y movida por una frase evangélica, la que Jesús pronunció ya crucificado — “Tengo sed”—, Madre Teresa se desvivió, literalmente, por la “escoria” de Calcuta. Y como, ciertamente, nadie, y menos un profeta, está libre de crítica negativa, Madre Teresa no iba a ser menos, ante los reproches que desde algunos medios de comunicación se le hacían de que ella podría haber hecho mucho más para combatir las causas de la pobreza, el cardenal Sodano señalaba: “Quizá se encogió de hombros diciendo ‘mientras ustedes continúan discutiendo sobre las causas y los motivos de la pobreza, yo me arrodillaré ante los más pobres de los pobres y me preocuparé de sus necesidades’. A los mendigos, a los leprosos, a las víctimas del Sida no les hacen falta grandes debates y teorías, lo que necesitan es amor. Quienes tienen hambre no pueden esperar que el resto del mundo encuentre la solución perfecta, necesitan una solidaridad concreta”. Su herencia espiritual está resumida en las palabras de Jesús: “En verdad os digo, cada vez que hicisteis algo por uno de estos pequeños, a mí me lo hicisteis” (Mt 25,40).
nadie tiene mayor amor…
El Papa Juan Pablo II, junto a Pablo VI y a Juan XXIII, realiza una estimable labor profética para la Iglesia actual. En palabras del Cardenal Jean Marie Lustiger, Arzobispo de París, fallecido en 2007: “Es claro que el pontificado de Juan Pablo II, su vida sacerdotal, a medida que avanzan los años, se va identificando cada vez más con la cruz. Es la etapa más fecunda de su trayectoria pontificia, la de mayores recursos espirituales y más eficacia evangelizadora, la de más proyección apostólica sobre este mundo moderno o posmoderno, dominado por inmensos sufrimientos, que parece querer esconder bajo la capa del consumismo desenfrenado. Ante este mundo a la deriva Juan Pablo II enarbola, con decisión y esperanza, la cruz de Cristo Salvador” (8 de abril de 2005, en Aciprensa).
Por otra parte, habría que citar multitud de santos que han sido profetas para esta generación. Sin ir más lejos, recuerdo a san Maximiliano M. Kolbe, sacerdote polaco franciscano, quien durante la II Guerra Mundial hizo suya, en Oswiecim, un campo de concentración, la frase evangélica: “Nadie tiene amor mayor que el que da su vida por sus amigos” (Jn 15,13), expresada por Jesús antes de encaminarse hacia la pasión y la muerte.
Según palabras de Juan Pablo II, “el P. Maximiliano Kolbe sale de la fila, para ser aceptado como un candidato al ‘búnker del hambre’, en lugar de Franciszek Gajowniczek: él tomó la decisión en la que manifiesta al mismo tiempo la madurez de su amor y la fuerza del Espíritu Santo, y realiza esta decisión evangélica hasta el final: dar la vida por un hermano”.
renovadores de la Iglesia
Podríamos hablar igualmente de profetas al referirnos a los creadores de comunidades religiosas, a los iniciadores de las distintas asociaciones de laicos, o a los fundadores de los movimientos surgidos a partir del Concilio Vaticano II. Todas estas personas han recibido una gracia especial de parte de Dios para poner en marcha una renovación efectiva de la Iglesia. Escrivá de Balaguer, por ejemplo, nos ha dejado como legado la santificación a través de la entrega generosa en el trabajo cotidiano. Kiko Argüello, en ese itinerario de formación catequética de la Iglesia, que es el Camino Neocatecumenal, habla, sobre todo, del amor al enemigo, como rasgo distintivo y único del cristiano, y de abrazar la propia cruz, en vez de rechazarla, porque ahí, en la cruz, es donde Cristo Jesús se da al hombre. Luigi Giussani tiene una Palabra de Amor entre los hermanos, la comunión como forma de testimoniar a Cristo, según este sacerdote: “Sólo en la experiencia de una comunión vivida se puede empezar a comprender algo de este inefable misterio de Dios (el de la encarnación de Jesús)”. Según Chiara Lubich, “el objetivo del Movimiento Focolar es contribuir a realizar el Testamento de Jesús: ‘Padre, que todos sean uno, como Tú y Yo’. En la práctica: hacer de la humanidad una sola familia… Los focolares hacen efectiva la comunión de bienes espirituales y materiales como forma de amor entre los hombres. Como consecuencia de la fuerte espiritualidad focolarina, ha surgido un compromiso político (Movimiento de la Unidad), así como un compromiso social (Economía de la Comunión).
La espiritualidad de la unidad en primer lugar presupone tener una profunda visión de Dios por aquello que es: Amor, Padre. De hecho, ¿cómo se puede tener una visión de la humanidad como una única familia, sin la presencia de un Padre de todos? Él nos conoce en lo más íntimo, se ocupa de cada uno de nosotros en los mínimos detalles. No deja únicamente en manos del ser humano el progreso de la sociedad, sino que es Él quien se ocupa”.