Solo en Dios descansa mi alma, grita el salmista; solo en Él está cumplida mi esperanza (Sl 62,6). Profecía esta que vuela como una saeta de norte a sur, de oriente a occidente, dejando sus semillas de eternidad y salvación a disposición de todos aquellos que están cansados y agobiados. Profecía mesiánica que encuentra su cumplimiento y plenitud en Jesús, el Señor. Él, cuyo alimento fue hacer la voluntad del Padre (Jn 4,34), y que supo descansar en Él porque nunca dejó de en Él estar (Jn 14,11). Por esta su experiencia tiene autoridad, es el único que la tiene, para enseñarnos a descansar. De ahí su invitación: “Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os daré descanso. Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,28-30).
¡Venid a mí! Sí, venid a mí. Sí, de acuerdo, pero ¿dónde está?, ¿dónde imparte su maravilloso magisterio?, ¿dónde le podemos encontrar como Maestro? Por supuesto que en la Iglesia, pero una afirmación así, podría parecer incompleta. Es más apropiado decir que Jesús es Maestro desde el Evangelio con que Él mismo llenó de su Sabiduría a su Iglesia. Digo su Iglesia pues así Él lo puntualiza en las palabras que dirigió a Pedro: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás, porque no te ha revelado esto la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos. Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,17-18).
Vivo está el Señor Jesús en su Evangelio, tal y como nos dicen una y otra vez los Padres de la Iglesia. No es el Evangelio un libro de perfección, y menos aún una serie de códigos morales. Es el Libro de la Vida. Hay que acogerlo con un corazón enormemente grande y enormemente hambriento. Es el Libro Santo que abre nuestro espíritu al Misterio permanente. Es, si se nos permite, el Libro que nos da acceso al Misterio de Dios, un acceso tan libre que hasta nos podemos apropiar de él. Es el Libro de la Palabra que no conoce la corrupción, que nos invita suavemente, nos empuja hacia lo que no muere. Hacia el Evangelio hemos de acercarnos con la misma urgente necesidad de la que nos habla Madeleine Delbrel, que afirmaba que hay que ir a él como quien no tiene otra esperanza, es decir, con sabia y, a la par, humilde indigencia.
Nuestra relación con el Evangelio es la que marca nuestra relación con Dios. Así como oímos a Juan decir que quien no ama a su hermano a quien ve no puede amar a Dios a quien no ve (1Jn 4,20), de forma análoga podemos afirmar que quien no ama apasionadamente, con todo su ser, al Evangelio que tiene en sus manos, no puede amar a Dios que en sus manos no cabe. Y más aún, quien no está totalmente empapado del Evangelio, tampoco podrá estar nunca empapado de Dios y su Misterio.
El mayor peligro que corre un “digamos creyente” es recostarse en el regazo del sistema sea cual fuere. Tiene el sistema unas adormideras que obstruyen y hasta anulan el ansia y la búsqueda del espíritu. Lo contornean, lo sistematizan, es decir, lo convierten a su imagen y semejanza. ¿Acaso no hay realidad más frustrante que un espíritu contorneado? ¿Qué han hecho con sus alas?
En realidad el Evangelio es el más radical antisistema que existe. No te permite sentarte, ni siquiera reclinar la cabeza, como dijo Jesús a aquel que quería seguirle (Mt 8,20). Si uno se sienta es porque ya ha sido premiado, adormecido y abrazado por los tentáculos de los árboles silvestres en contraposición al manzano.
El Evangelio te pone siempre en búsqueda, hace crecer en ti una pasión infinita por Dios y por el hombre. La calidad e intensidad de tu vivir va al compás de la calidad e intensidad de esta pasión; y es esta misma pasión la que hace de ti un antisistema. Solo así serás útil a tus hermanos, al mundo entero.
Desajustado del sistema, aprende el hombre a ajustarse —acoplarse—, a descansar en Dios. Él mismo vela por su sueño más que merecido. Ha sorteado muchas ambiciones, a algunas de ellas se ha abrazado fuertemente…; al final, de todas se ha despegado. Ha buscado a contracorriente allí donde se le decía que perdía el tiempo, como a María, la hermana de Marta. Ha buscado así, con toda su vida en juego, y ha encontrado. Puede haber llegado a este encuentro exhausto, pero ha llegado y ha encontrado. No es, pues, extraño que Dios, Esposo de su alma, de un alma tan hambrienta de amor, pronuncie acerca de ella palabras tan tiernas como las que encabezan este capítulo y que repetimos: “Yo os conjuro, hijas de Jerusalén, por las gacelas, por las hierbas del campo, no despertéis, no desveléis al amor hasta que le plazca”.
Antonio Pavía