A los romanos, a los filipenses… y a todos: “Por mediación de nuestro Señor Jesucristo hemos obtenido con la fe el acceso a la gracia… y nos gozamos estribando en la esperanza de la gloria de Dios. Y, más aún, nos gozamos hasta en las tribulaciones. Pues para mí el vivir es Cristo y el morir ganancia.” (Rom, 5, 1-3; Fil. 1, 21)
La quinta estrofa de las “Coplas”, de Jorge Manrique, concluye con una reflexión que ya es patrimonio de la humanidad: “…así que, cuando morimos, descansamos”. En la siguiente alude a la fe, como antes S. Pablo. Este mundo de aquí, dice Manrique, es para, “según nuestra fe” ganarnos el otro, hacia el que caminamos. Ocurre, no obstante, que en el camino hay situaciones muy complicadas; tanto que no falta quien desea para si o para otros acortar dicho caminar. Ahora bien, esto es igualmente, cosa de fe…, ¡o de no creer en nada! Desde el justo Abel un clamor recorre el Planeta de punta a cabo: “¡quiero vivir!, ¡dejadme vivir!” Hoy, sin embargo, llamamos “buena muerte” o eutanasia a cercenar (a veces muy drásticamente) ese deseo de vida. Los motivos e intenciones pueden ser bien diversos; pero la eutanasia no es una broma muerta, por el solo hecho de llevar por delante la partícula “en”. Por esto sólo no lo es. Hay un continuo dioléctivo entre vida y muerte, de modo que el signo positivo o negativo de cada término resulta ser el contrario a del otro. Una vida que es invisible encierra tal contradicción que sólo puede resolverse con la muerte. Este es el argumento de la quijada aquélla del asno aquél que utilizó Caín. Resulta que hay vidas que no se pueden vivir, sino que más bien van muriendo. Y esto en el sentido diametralmente opuesto al de aquel “Vivo sin vivir en mí, y tan alta vida espero, que muero porque no muero”. La araña de nuestra protanáica cultura ha ido urdiendo su red con los hilos de la increencia y la desesperanza; y como son hilos de negación y de carencia, el resultado es un vacío, un agujero negro por el que se van nuestros trabajos y días. Dicho de otra manera: ¿qué les pasa a algunas vidas que hacen deseable a su peor enemigo; que lo transforman en un “dulce alivio”, que lo llaman, y viene en su caballo amarillo – verdoso? (Apoc. 6, 8) La santidad, que movía el corazón y la mano de nuestros místicos, alumbra una respuesta: hay quien vive sin vivir, y ninguna otra vida espera; de modo que muere porque su vida es un agónico morir. La sagrada Escritura dice que el impío, el falto de Dios, razona y discurre sobre la vida de tijas abajo, de la siguiente forma: “Corta y triste es nuestra vida…; venid, pues, y disfrutemos de los bienes presentes, gocemos de las criaturas con el ardor de la juventud…; dejemos por doquier constancia de nuestra alegría; que muestra parte sea ésta, ésta nuestra herencia” (Sab. 2, 1. 6. 9). Bien, pero ¡qué pasa con el que, los lejos del ardor aquél, se consume en sufrimiento en una cama, se extingue en un psiquiátrico o agoniza en un zulo de tortura? S. Pablo, a la experiencia de que todos morimos, añade una explicación de su porqué que contiene, a la vez, un gran valor diagnóstico: “La muerte alcanzó a todos los hombre por aunto todos pecaron” (Rom. 5, 12), habiendo previamente entrado en el mundo por el pecado, que, por su parte, nos llegó por un solo hombre (v. 12). Y dice más: esta entrada de la muerte tiene aspectos de triunfalistas y de dominio, como cuando un tirano entra en una plaza conquistada, porque “la muerte reinó desde Adán” (vv. 14 y 17), siendo, en verdad, “el pecado quien reinó en la muerte” (v. 21). Tiranía y enseñoramiento que resultan aún más pronunciados al contraponerles el poder salvíficio de Cristo (1 Cor. 15, 22 – 27). Según Pablo, el último enemigo (último en el sentido de más contumaz y resistente) vencido será la muerte; precisamente la muerte. La eutanasia es territorio fronteriza con otros hartos hostiles y erizados de púas lacerantes: el suicidio, el asesinato, el aborto, los sentimientos por encima de todo criterio moral, la manipulación genética sin límites, etc, etc. Nuestro cuerpo y nuestra alma son arenas apropiadas (por ardientes y recalentados) para que la serpiente antigua esconda sus huevos para incubarlos: angustia, mentira, desesperación y locura. Desde siempre hemos luchado contra esos bichos, tan hondamente anidados en nosotros, porque la reacción contra ellos se anticipa a cualquier reflexión, guiada por certero instinto de vivir. Científicos de toda índole y dirigentes de almas han explicado cuán diversas han sido las formas de esa pelea. También la Iglesia, fiel a la tarea que el Señor e encomendó, ha expresado clara y enérgicamente la grave inmoralidad que supone la eutanasia activa y directa, que busca la muerte, intencionadamente de cuantos ya no son de utilidad alguna. Por el contrario, ha animado siempre a la caridad más plena con los dolientes y más pobres del mundo. Escribiendo a los cristianos de Filipos les dice S. Pablo: “… para mí el vivir es Cristo, y el morir ganancia” (Fil. 1, 2). En el texto original Pablo califica el morir de “Kérdos”, que podríamos traducir también por “deseo de ganancia”. Conociendo, como conocemos, la vida del Apóstol, esta frase da idea no sólo de la grandeza y temple de su personalidad, que contrastan con la “poca cosa” de su cuerpo (2 Cor. 10, 1. 10 – 11), sino también de la transformación obra de Cristo en él. Y esto es crucial en el tema de la eutanasia, porque el antídoto contra una vida crucificada por el sufrimiento y ya sin horizonte humano alguno es la certeza de ser Cristo quien vive en el hombre sufriente; que Cristo es la vida misma (Col. 3, 3 – 4; Gal. 2, 20). Es ésta la ganancia descubierta por Pablo en el morir, aceptado en el Amor de Dios. Indudablemente, no todos los que son partidarios de la eutanasia merecen ser tildados desalmados y criminales, si más. También de éstos habrá; pero en el fondo el verdadero problema no es la muerte (que ya de por si tiene lo suyo), cuanto el absurdo de vivir una vida que ya no es tal. “Vivir la muerte” es una contradicción de tal envergadura que hace chirriar todos los engranajes de nuestra humana condición y nos aboca a un estado insoportable. Pablo entregó toda su vida a la ganancia descubierta en la voluntad de Dios; y todo lo demás lo estimó despreciable y basura (Fil. 3, 8). La diferencia absoluta entre la postura de Pablo y la de los proeutanasistas es que éstos esperan de la muerte sino el final de la vida sin sentido ni valor alguno, y aquél espera el valor absoluto del encuentro con la Vida, que es Cristo, muriendo todos los días. Agazapada en el dolor y el sufrimiento más extremos no tiene necesariamente por qué anidar sólo y exclusivamente la desesperación. Necesariamente, no. La Palabra de Dios, en cuanto a la vida y muerte se refiere, principalmente, es como esos bisturís modernos que cauterizan la herida terapéutica al mismo tiempo que la abren. Un texto de Mateo puede ayudar a comprender esto. A los saduceos, que no creían en la resurrección de los muertos, les dice Jesús: “Errados andáis, por no conocer la Escritura ni el poder de Dios… Dios no lo es de muertos, sino de vicios”. (Mt. 22, 32) Es decir, resignación, caso de que en alguna circunstancia estuviera justificada, en ésta no lo está. No hay resignación que valga ante el hecho de un dolor de todos los infiernos. Sólo cabe acabar con él. El punto está en cómo hacerlo. Matar al que sufre o a quien ya no vale nada, es una forma insidiosa y cruelísima de resignarse al poder del mal. El Maestro nos enseña que el la triste conclusión proeutanasia se debe a una errática (y errado) andadura por esta vida. También decía algo de esto aquella “Cojola”: más cumple tener buentismo, para andar esta jornada sin errar. La equivocación cuyo precio es tan alto consiste en no tener a nadie más con nosotros sino muchos, tal vez, amigos, o médicos o familiares que con la muerte en la mano están dispuestos a administrárnosla “dulcemente”, eso si. Pero no es cierto que estamos solos; no es la Verdad. El Israel nómada por el desierto, vivió cuarenta años con el corazón en un puño porque le atormentaba la duda de si Dios “estaba o no” con él. El más calamitoso error de la civilización “moderna e increyente” es haber sembrado esta soledad, al cercenar la Transcendencia de la vida de los hombre. No está costando la vida misma. ¡Qué expresión ésta de “costar la vida”! Tal desvarío nos condena a vivir “cuesta arriba”: los ojos enrojecidos de cansancio y tristes de pena de Sísifo nos miran complacidos. Entonces…,¿sólo queda el finiquito de un existir así? El capitulo 14 del otrora publicano Mateo responde a esta pregunta. En el mar de Galilea, aquella noche de tormenta, les “era contrario” a los discípulos un viento que levanta olas de naufragio. (Mt. 14, 24). ¡Y el Maestro no está! (Mt. 6, 47; Jn. 6; 17). No está ¡aún! Las situaciones de ahogo acarrean, además, el confundir los fantasmas con sus reales o, lo que es peor, los seres reales con fantasmas, como ocurre con Jesús en este caso. ¿Será Él el que viene andando por las aguas? Pedro exige algo inaudito, que no pertenece al acontecer ordinario de las cosas, de donde brotan nuestras experiencias u certezas; y, sin embargo, ocurre: también él, pescador en barca toda la vida, camina por encima de las violentas olas. (Mt. 14, 29)…; porque va hacia el Señor. Pero el miedo se olía con la tormenta, con la ceguera de la noche y el oleaje (V.30) en contra nuestra; y, claro, el mar, la muerte procelosos e inmisericorde, reclama lo que cree ser suyo. Cuando el sufriente extremo, el inútil extremo, el indeseable extremo llegan al cabo de la cuerda, gritan: “¡Sálvame; acabad con esto!” Lo mismo que grito Pedro, sólo que puso delante lo de “¡Señor!” ¿Y por qué aquéllos no y éste si? Porque “nadie puede llamar al Señor Jesús, si no es movido por el Espíritu Santo” (1 Cor. 12, 3). Sostenerse en pie sobre las olas es imposible, como también lo es caminar sobre filo de la navaja de la eutanasia, sin abrirse las carnes…, a no ser que se invoque el nombre del Señor. Jesús agarra la mano del náufrago, y le llama, no Pedro o Simón o cobarde, sino “oligópiste”: <<poca fe>>. El problema de quien se hunde no es sólo (ni quizá el mayor) la furia del oleaje y del viento, sino de la fe mansurrona o domesticada de que un Salvador para esa ocasión es imposible de todo punto. A Jairo le ocurrió lo mismo. Con la hija ya cadáver en casa lo normal es “¿a qué molestar ya al Maestro?” (Mc. 5, 21 – 24. 35 ss). Y eso que Jesús si estaba ahí; casi es peor esta vez por esto mismo. Pero Jairo oye de Jesús “No temas; tú cree no más”. El mismo Marcos nos cuenta que el padre del niño poseído por el diablo es tanto el sufrimiento que soporta, que enfrenta al Señor con un tremendo “si algo puedes, compadécete de nosotros” (Mt. 9, 22). En la respuesta de Jesús conocemos como miró a aquel padre: “¡¿Que si puedo?!” “¡Satanás: sal del niño, y no vuelvas más a él!” (Mc. 9, 23. 25). Este “a él”, ¿se refiere sólo al niño, o también al padre? Es el padre a quien el diablo tiene aterrazado con la “poca fe” en Jesús (v. 24). Entonces el padre “gritó” pidiendo una fe mayor, crecida; y el diablo salió del pequeño “gritando” también. Podemos traducir el verbo “boezeo” que Marcos emplea en el grito del padre con el matiz, que también tiene, de “acudir en socorro de quién esta en plena batalla con sus enemigos”. Este hombre lucha entre el sufrimiento atroz de ver a su hijo desde pequeño (v. 21) en poder de Satanás y su deseo de sanción. Pedro, Jairo y este hombre (¡…y cuántos otros más!) bracean, náufragos, en el mismo mas proceloso. La mirada, el gesto y la voz del Señor Jesús someten al diablo, que sale… ¡graznando! El término utilizado por Mateos tiene esta acepción cuando se trata de un grito que viene del infierno. El graznido quejumbroso (de pájaro de malagüelo) es grito de derrota; “no temas; tú mantén la fe” lo es de victoria sobre lo insufrible de la vida. Pedro había asistido a esta expulsión del demonio y había sido testigo presencial, y de excepción, de lo de Jairo y su hija, y de lo del mar. Cuando nos previene de cómo defendernos del diablo que, como un león furioso, anda buscando a quién devorar, dice que lo hagamos “firmes en la fe” (1 Pe. 5, 8 – 9). Quienes no creen, ¿cómo cerrarán esa boca devoradora? No creen en el agujero negro que todo lo traga…; ser pasto de los dientes del león hambriento. Por el agujero negro se cae en el engaño del padre de la mentira y del dolo (Jn. 8, 44). Una espesa niebla entenebrece el entorno de la eutanasia, siendo así que, por el contrario, Dios es el Amor y Luz, y en Él no hay niebla alguna (1 Fn. 4, 8; 1, 5). La fe, al fin y al cabo (justo al punto cabal y final de las situaciones límites) es Amor y Caridad; desvelo por quien sufre o es exportador de una vida miserable y del todo inútil. Este amor sin reservas por lo peores, por los desahuciados, que cargan tantas veces con las miserias de los demás, como el Amor del Señor, pertenece a la demanda de la vida. Por otra parte ( o, a lo mejor, por la misma), saber que “cuando morimos, descansamos” nos empeña en la lucha sin cuartel ni tregua contra el mal y el malo. .Este es el testimonio de Dios acerca de su hijo (1Jn. 5,10) “venido no sólo en el agua sino en el agua y en la sangre… Y el Espíritu confirma este testimonio, porque el Espíritu es la Verdad”. A la pregunta del Pilatos que todos llevamos dentro, más o menos escondido, responde San Juan: Quien tiene al Hijo tiene la vida ”(1Jn. 5,11-12) y conoce, por tanto, qué es la Verdad. Quien no tiene la fe no tiene la vida y no sabe qué es la Verdad ¡¿Qué muerta, entonces, no tendrá?! No puede nadie, por más que se lo proponga, añadir un codo a la medida de la vida. Y sin embargo tenemos recibida del cielo la libertad de acortarla; podemos apagar, aplastándola, la mecha que aún humea, y el pábilo que se extingue. Esta e la malicia más perversa de la eutanasia y de toda muerta: que impide el encuentro con Dios y con la Esperanza, hecha Persona en su Hijo. María Santísima es la sonrisa de la ternura de Dios para con quienes ya sólo tienen dolores con que cooperar a la redención del mundo con el Señor crucificado, y una certeza en el corazón: que ella es su “Consuelo de afligidos” y “Fuente del Amor inagotable”. Lo ha dicho el Papa hace bien poco en Lourdes, que no es precisamente un “dulce balneario” de ocio y vacaciones. La ternura de Dios nos llega a nosotros en la celestial belleza de María, en la dulzura de su rostro, expresión de un corazón que tanto sabe de sufrimientos. La ternura de Dios es su voluntad de que combatamos el mal, sea cual fuere, con nuestras lágrimas, nuestros corazones y nuest5ras manos. Quienes pasamos por el camino deberíamos pararnos a ver si hay dolor como el de María. Y en la definitiva felicidad que irradia su sonrisa en el Cielo veremos cómo acomoda esa beatitud a nuestros sufrimientos, empezando así a cumplirse ya desde ahora la profecía de Isaías: “días vienen en que las lágrimas serán enjugadas de todos los ojo” (Is. 25,8), al “aniquilar la muerte para siempre” (ibd). “¡Virgen María: queremos vivir; que tú conviertas nuestros dolores y quebrantos en haberes a cuenta para la vida del Cielo!”