Desde que hace unos pocos años estalló la crisis económica que se abate sobre toda Europa, la inquietud y el desasosiego se han depositado como un negro manto de pesimismo, sobre los ciudadanos de este Viejo Mundo. Su mayor preocupación es la crisis económica, que en España está revestida de mayor gravedad debido al drama del paro que afecta a millones de familias y, de un modo especial, a los jóvenes, una gene-ración frustrada y maltratada a la que se le está privando de sus mejores derechos. Pero las dificultades económicas son solo la punta del iceberg de un problema de mucho mayor calado.
A lo que estamos asistiendo realmente es a la decadencia de Europa y la pérdida de su papel protagonista en la Historia. Una decadencia que se puso claramente de manifiesto al finalizar la Segunda Guerra Mundial, pero que tenía raíces mucho más profundas. Europa parece haber perdido la fuerza espiritual que le llevó a dirigir el panorama mundial prevaleciendo sobre culturas más antiguas que la suya, como las que han florecido en el este asiático, e imponiéndose en su secular lucha con el Islam por el control del mundo occidental.
Occidente a la deriva
Ha olvidado el espíritu que la hizo fuerte dando origen a una cultura que solo valora la liber-tad desmesurada, el individualismo egoísta y el placer a toda costa, renegando de toda tras-cendencia. Si el cielo no existe y la tierra es un lugar de conflictos, solo queda la escapatoria y la alienación. Puesto que los grandes interrogantes sobre la existencia humana quedan sin respuesta, dejan como única alternativa la evasión a través del señuelo de la drogadicción. Por otro lado, desprovista de toda luz a la hora de enfrentarse con el inevitable misterio del sufrimiento, solo encuentra la falsa salida de la muerte: divorcio, aborto, eugenesia, eutanasia, etc.
Solzhenitsyn retrataba las causas de esta desgracia: “Los fallos de la conciencia humana, pri-vada de su dimensión divina, han sido un factor determinante en todos los mayores crímenes de este siglo (XX), que se iniciaron con la Primera Guerra Mundial. Esa guerra se produjo cuando Europa, que por entonces gozaba de una salud excelente y nadaba en la abundancia, cayó en un arrebato de automutilación que no pudo más que minar su vitalidad o lo largo de, por lo menos, todo un siglo y quizá para siempre. Esa realidad sólo puede explicarse por un eclipse mental de los líderes de Europa, debido a la pérdida de su convicción de que, por en-cima de ellos, existía un Poder Supremo”.
quien no cree en Dios, cree en cualquier cosa
No parece que los actuales líderes de Europa hayan aprendido la lección, antes al contrario se han precipitado por esta pendiente resbaladiza que ha conducido a Europa a perder el espíritu que la hizo noble, convirtiéndose en una sociedad temerosa y vulgar, incapaz de realizar grandes cosas. Una sociedad que se está descomponiendo y empieza a oler mal. Esta descomposición es consecuencia del abandono del espíritu que la hizo fuerte: la fe en Cristo. El pensamiento judeocristiano supuso, en su momento, la liberación del hombre pagano sometido al capricho de los dioses y de las fuerzas ocultas de la naturaleza.
Al mostrar que todo lo existente es fruto del amor de Dios y está encaminado a la plena reali-zación del hombre, le otorga a este toda su dignidad y le sitúa en una realidad llena de sentido. El hombre, consciente de su realidad de criatura amada por Dios y llamada a la plena comunión con Él, sabe quién es, de dónde viene, a dónde va y qué ha de hacer.
Pero lo que supone para el hombre cristiano el fundamento de su dignidad es para muchos de nuestros contemporáneos motivo de esclavitud puesto que consideran a Dios en oposición al hombre, de modo que Dios debe desaparecer para que el hombre sea. Se cae en el absurdo de negar la condición esencial de la creaturalidad humana y se pretende construir un mundo sin Dios.
El hombre puede edificar una sociedad sin Dios, pero un mundo sin Dios es totalmente invia-ble y queda sometido al capricho de los dirigentes de turno. Lo hemos visto en las dictaduras totalitarias de ayer y de hoy —baste ver el esperpento del régimen norcoreano—, pero se da también en las mal llamadas democracias occidentales en las que no gobierna el pueblo sino las ideologías dominantes de sus dirigentes. Si las leyes no están basadas en el ser y la digni-dad del hombre, sino que somos nosotros los que determinamos el comportamiento y las normas según las conveniencias del momento o las coerciones de los grupos de presión, las democracias occidentales se encuentran en una situación de clara debilidad moral que las atenaza e incapacita para tomar grandes decisiones, y afrontar con convicción los retos del presente.
Ya no hay ideales ni espíritu de sacrificio, muy pocos están dispuestos a arriesgar y a perder parte de lo que llaman “Estado de bienestar”, aunque nuestro bienestar suponga el “malestar” de otros pueblos. Una sociedad preocupada casi exclusivamente por su prosperidad económica es una sociedad enferma que se encuentra en franca decadencia.
comamos y bebamos que mañana moriremos
Decíamos más arriba que a las generaciones presentes se les está arrebatando lo más noble, no solo por la falta de empleo que les deja aburridos, frustrados y sin alicientes, con el consi-guiente deterioro personal y moral, sino porque lo único que se les ofrece son productos ras-treros, como la banalización de la sexualidad, el placer inmediato, el gusto por lo efímero y el horror a todo lo que huela a sufrimiento o don generoso y altruista de uno mismo, cortándo-les, además, toda dimensión trascendente. Se entiende, entonces que si no hay vida eterna y la presente está llena de problemas y se presenta como una porquería, los jóvenes carezcan de ilusión, se les corten las alas para realizar grandes cosas —que es lo propio de la ju-ventud— y se les convierta en una generación perdida.
Existe un vínculo directo entre la fe y la voluntad de futuro. Al renegar de Dios, Europa se ha quedado sin recursos morales para mantener su civilización. Viviendo en el hastío del miste-rio de la vida, que no llega a comprender, se queda sin ánimos ni esperanza de crear un futuro mejor. Por eso no quiere tener hijos y elimina sádicamente a no pocos de los que tiene. Una civilización es tan grande como las ideas religiosas que la animan. Sin la fe en el Dios que la hizo grande, la civilización europea está condenada al fracaso.
Si Europa quiere salir del desastre económico que tanto le atemoriza, necesita recuperar los valores que la hicieron grande en la Historia, como el respeto incondicional a la dignidad hu-mana que solo puede estar asentada sobre el Dios que es, y nunca otorgada por el legislador de turno; la defensa de la familia y el matrimonio estable y monogámico, como estructura fundamental de la relación entre hombre y mujer y sostén de la estructura social; el respeto a lo que para el otro es sagrado, como la fe religiosa o sus convicciones personales, que no pueden ser vulneradas con el ataque injustificado y la ridiculización de las creencias.
noche cerrada en el alma sin Dios
La profanidad que se está extendiendo por Europa le es totalmente extraña. El anuncio del Evangelio expulsó a los demonios propios del paganismo y liberó al hombre europeo de sus miedos ancestrales. Ahora que Europa está abandonando la fe que le dio su grandeza, están retornando todos estos demonios que acabarán por sumir a Europa en una situación mucho peor. El declive de los valores morales es aterrador y nunca se habían alcanzado hasta nues-tros días cotas tan bajas en el respeto por la dignidad humana. El asesinato de los niños no nacidos y de los enfermos terminales es solo una muestra del desprecio de la vida humana. Y es que si Dios desaparece, el hombre queda totalmente desprotegido sometido al arbitrio de otros hombres, estableciéndose el dominio del hombre sobre el hombre. Estamos ante un gran reto devolver Europa a Europa a fin de que continúe siendo como hasta ahora, el motor de la Historia. Necesita recobrar su alma antes que su dinero y reencontrar la fe que necia-mente ha estado dejando por el camino. Todos sus problemas, inclusive los económicos, tie-nen su raíz en este abandono, pues si uno no sirve a Dios, se somete al dinero, y el dinero no tiene alma y se impone brutalmente sobre el hombre. Detrás de todos los males que aquejan a nuestra sociedad está el dinero. La crisis económica no se soluciona solo con medidas econó-micas sino sanando el tejido moral de los economistas. Si Europa quiere salir de la crisis pre-sente, ha de afrontarla en todos los frentes yendo a sus raíces profundas. Europa o es cristiana o no será.