«En aquel tiempo, contaban los discípulos lo que les había pasado por el camino y cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando se presenta Jesús en medio de ellos y les dice: “Paz a vosotros”. Llenos de miedo por la sorpresa, creían ver un fantasma. El les dijo: “¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un fantasma no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo”. Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Y como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: “¿Tenéis ahí algo que comer?”. Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos. Y les dijo: “Esto es lo que os decía mientras estaba con vosotros: que todo lo escrito en la ley de Moisés y en los profetas y salmos acerca de mí tenía que cumplirse”. Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras. Y añadió: “Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto”». (Lc 24,35-48)
Estamos viviendo el Tiempo Pascual. Semanas del año litúrgico en las que la Iglesia quiere hacer brillar la Luz de la Resurrección sobre todos los hombres. Esa Luz es el mismo Cristo Resucitado. “Yo soy la luz del mundo. El que me siga no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). Cristo quiere llenar de Luz el corazón de los Apóstoles, de todas las personas que le conocieron durante su estancia en la tierra, y de todos los que creemos en Él, y creerán a lo largo de los siglos. Con esa Luz en la mente, en el corazón, el Señor quiere convertirnos a todos en testigos de su Resurrección.
Hoy recoge el evangelio uno de los encuentros del Señor con los discípulos, reunidos en torno a los Apóstoles. La noticia de la Resurrección había llegado a sus oídos. Cuando los discípulos de Emaús narran su encuentro con Jesucristo, ellos les dicen que también se ha aparecido a Pedro. La Luz de la Resurrección no había penetrado, todavía, el fondo de su corazón, de su inteligencia
Jesús se presenta ante ellos y les da la Paz. No les echa en cara ni su abandono en el Calvario; ni reprocha a Pedro por haberlo negado tres veces. Se dan cuenta de que es el Señor, sin duda, pero verlo allí, cara a cara, les desorienta: “Se quedaron turbados y asustados, pensando que veían un espíritu”.
Han vivido con Cristo durante tres años; le han visto fatigado del camino, dormido de cansancio en el cabezal de una barca en medio de la tempestad; le han visto marcharse solo a la cima de un monte para estar en oración con su Padre Dios; le han visto llorar sobre Jerusalén… Pero sus ojos todavía no están preparados para verlo resucitado de entre los muertos.
Después de invitarles a que le tocaran, como en su momento invitó a Tomás, “les “mostró las manos y los pies”. Sigue siendo el mismo Cristo, en cuerpo y alma, sigue siendo “Dios y hombre verdadero”. No fue suficiente. Quizá las cicatrices de las llagas de las manos y de los pies les trajeron a la memoria el recuerdo de su miedo, de su horror, de su traición.
Los discípulos, y los Once con ellos, siguen incrédulos, como a veces nos sucede a nosotros ante las grandes verdades de Fe que profesamos, que nos abren el horizonte de nuestra mirada, de nuestra comprensión, al Misterio de Dios hecho carne en Jesucristo; al Misterio de Cristo que nos revela plenamente su ser Dios, en la Resurrección.
Y para que se convencieran —para que nos convenzamos— que es Él mismo, les pide de comer; ¿qué puede suponer para un Cuerpo glorioso, un poco de alimento mortal y corruptible, “un trozo de pez asado”?.Nada. Al Señor le sirve, sin embargo, para ayudarles a situarse ante la nueva realidad, ante la nueva vida que Él nos trae con su Resurrección: le comemos y le palpamos en los sacramentos.
Abre así su inteligencia a la nueva realidad de la Resurrección de la carne, y les prepara para recibir la Eucaristía, el sacramento de su Carne y de su Sangre que se convierten en alimento de todos los que creemos en Él, en su Resurrección.
Nosotros le damos “un trozo de pez asado”. Él nos da su Cuerpo y su Sangre, ofrecidos y derramados por nosotros. Es el Misterio del inefable amor de Dios por sus criaturas, que Cristo nos ha descubierto en su Muerte y en su Resurrección. Y este Misterio es el que la Iglesia, cada uno de nosotros, debemos anunciar a todo el mundo, para que el mundo se llene un día de la Luz de la Resurrección. “Estaba escrito, les recuerda, que el Mesías tenía que sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día, y que hay que predicar en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén”.
Fortalecidos por las palabras del Señor; reafirmada su Fe, porque “han visto y han creído”, firmes en la Esperanza, porque la Resurrección de Cristo les ha abierto las puertas de la Vida Eterna; y llenos de Caridad, han dado su vida por amor a los demás, anunciándoles a Cristo y dando su vida en testimonio de Cristo.
“Vosotros sois testigos de estas cosas”. Como se las dijo a los discípulos, a los Apóstoles, Jesucristo nos dice estas palabras también a nosotros. Pidamos a Santa María, que nos haga firmes en nuestra Fe, en nuestra Esperanza, en nuestra Caridad, y así tengamos la alegría eterna de ser testigos vivos de su Hijo, Dios y hombre verdadero, Muerto y Resucitado, en nuestra vida cotidiana, en nuestra familia, en nuestro trabajo.
Ernesto Juliá Díaz