En aquel tiempo, algunos de entre la gente, que habían oído los discursos de Jesús, decían: «Este es de verdad el profeta».
Otros decían: «Este es el Mesías».
Pero otros decían: «¿Es que de Galilea va a venir el Mesías? ¿No dice la Escritura que el Mesías vendrá del linaje de David, y de Belén, el pueblo de David?».
Y así surgió entre la gente una discordia por su causa.
Algunos querían prenderlo, pero nadie le puso la mano encima.
Los guardias del templo acudieron a los sumos sacerdotes y fariseos, y estos les dijeron: «¿Por qué no lo habéis traído?».
Los guardias respondieron: «Jamás ha hablado nadie como ese hombre».
Los fariseos les replicaron: «También vosotros os habéis dejado embaucar? ¿Hay algún jefe o fariseo que haya creído en él? Esa gente que no entiende de la ley son unos malditos».
Nicodemo, el que había ido en otro tiempo a visitarlo y que era fariseo, les dijo: «¿Acaso nuestra ley permite juzgar a nadie sin escucharlo primero y averiguar lo que ha hecho?».
Ellos le replicaron: «¿También tú eres galileo? Estudia y verás que de Galilea no salen profetas».
Y se volvieron cada uno a su casa (San Juan 7, 40-53).
COMENTARIO
Son tiempos de escuchar, no son tiempos de hablar. Jesús hablaba y lo oían todos, pero no todos lo escuchaban. Los que lo escuchaban con corazón sincero creían que era el Mesías. Los demás no. Les molestaba. Le odiaban porque revelaba las tinieblas de su corazón. Jesús es el Señor. Nadie habla como Él. Sólo Él tiene palabras de misericordia que pueden curar las heridas de nuestro corazón. Sólo Él tiene palabras de vida eterna. La palabra de Cristo es poderosa: no tiene el poder del mundo, sino el de Dios, que es fuerte en la humildad, también en la debilidad.
Pidamos a Dios que nos conceda ver en Jesús al Mesías, el que Dios ha mandado para salvarnos de nuestra condición de pecadores, que es lo que más nos hace sufrir, de hombres llenos de miedos, de debilidades, y que podamos confiar en Él.