«En aquel tiempo, fuera, junto al sepulcro, estaba María, llorando. Mientras lloraba, se asomó al sepulcro y vio dos ángeles vestidos de blanco, sentados, uno a la cabecera y otro a los pies, donde había estado el cuerpo de Jesús. Ellos le preguntan: “ Mujer, ¿por qué lloras?”. Ella les contesta: “Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto”. Dicho esto, da media vuelta y ve a Jesús, de pie, pero no sabía que era Jesús. Jesús le dice: “Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién buscas?”. Ella, tomándolo por el hortelano, le contesta: “Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo lo recogeré”. Jesús le dice: “¡María!”. Ella se vuelve y le dice: “¡Rabboni!”, que significa: “¡Maestro!”. Jesús le dice: “Suéltame, que todavía no he subido al Padre. Anda, ve a mis hermanos y diles: ‘Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro’”. María Magdalena fue y anunció a los discípulos: “He visto al Señor y ha dicho esto”». (Jn 20, 11-18)
San Juan no da puntada sin hilo. Tampoco los demás evangelistas ni los restantes escritores del Nuevo Testamento; pero San Juan especialmente. Tiene su evangelio un matiz de reflexión y pensamiento pautado y como retardado, que engancha enseguida. En San Juan se produce el efecto extraordinario del buen teólogo, porque piensa desde la fe su experiencia, digamos, empírica de los hechos y, a la par, nada piensa si no es desde la realidad que conoció y vivió a fondo. Pensar se convierte, entonces, en una experiencia formidable, que no alcanza a poseer quien solo tiene sobre sí la realidad de los hechos. Esto es “no dar puntada sin hilo”. El hilo es el mensaje de salvación que hay que incrustar y entretejer en el tejido de nuestra vida y existencia temporal, y la aguja es ese sencillísimo instrumento capaz de realizar un trabajo tan sumamente difícil sin él: tanto, que es imposible; la aguja es el hecho conocido y vivido y pensado bajo el don de Dios que llamamos Fe. Sin la experiencia del hecho y sin su iluminación por la gracia de la fe, es imposible que el mensaje de la BuenaNueva penetre en nuestra existencia y se enrede en ella hasta confundirse con los hilos que la entretejen. El Padre De la Potterie solía decir que Juan “siempre que dice algo, lo dice siempre por algo”.
La aparición a María Magdalena es un magnífico ejemplo de esta forma de zurcir la salvación a nuestra vida.
Pues bien: cómo está el traje este que llevamos día a día bien los sabemos; y lo decía Pablo: poco a poco estas telas se van gastando y desmoronando, y necesitan muy mucho de reparación y sutura. Cada uno sabe qué agujero de su vestido necesita remiendo; por esto mismo la oportunidad del evangelio de hoy es máxima.
Aún más: la escucha de la Palabra Jn 20-18 en la Eucaristía (su lugar más propio) y su meditación en el corazón tendrá el efecto de transformarse en oración profunda y de denso contenido: que el Señor Resucitado restañe los jirones y rotos de nuestra vida real, la que cada uno vive, y por donde se nos va el calor del amor y por donde nos entra el frío que acaba por entumecer la esperanza. Cada uno sabe… lo que todos sabemos.
Juan por dos veces escribe que María “se vuelve”. En el v. 14 dice (es la primera vez) literalmente que se vuelve “eís tá opiso” que podríamos traducir “hacia lo que esta detrás; lo que tiene a sus espaldas”. En el v. 16 (esta es la segunda vez) la sutileza del evangelista es extrema: “strafeísa ekeíne” equivale a “vuelta aquella” (la misma María), pero como quien vuelve o re-vuelve los hilos… para zurcir, para entrelazar estos con el objeto de formar un trenzado o paño fuerte y resistente. Juan muestra así que en María se ha producido, en este volverse hacia atrás, primero, y luego, en esta otra vuelta, un trenzarse la fe a la experiencia física de ver a Jesús resucitado, de modo que le reconociera como tal. La identificación del Maestro que ella conoció antes de su muerte con el que tiene delante resucitado solo puede hacerla María desde el entretejimiento de la fe (don de Dios) con la experiencia de su vida real; en este caso con la experiencia inigualable de verle delante de ella “en carne y hueso” como les ocurrió a los discípulos según Lucas (Lc 24, 39) y a Tomas según el mismo Juan (20,27-28).
¡No hay puntada sin hilo! No se “aparece” el Resucitado para nada. Lo hace introduciendo su Persona viva en nuestra vida con un mensaje largo de alcance inconmensurable, aunque de pocas palabras; cambio un poco la literalidad de las palabras del Señor: “Diles que me has visto (20,18) y que estoy junto a Dios en el cielo, y junto a vosotros, aquí en la tierra, porque este Dios es mi Padre y el vuestro”.
Y María fue y lo contó, fiel a la palabra de Isaías (Is 12,4). De aquí nuestra fe, nuestra esperanza recuperada, la razón que tenemos para amar como Él nos amó y vivir de camino abrigados con un manto zurcido, reparado en cada Pascua.
César Allende