En aquel tiempo, Jesús, levantando los ojos al cielo, oró, diciendo: – «Padre santo, guárdalos en tu nombre, a los que me has dado, para que sean uno, como nosotros. Cuando estaba con ellos, yo guardaba en tu nombre a los que me diste, y los custodiaba, y ninguno se perdió, sino el hijo de la perdición, para que se cumpliera la Escritura. Ahora voy a ti, y digo esto en el mundo para que ellos mismos tengan mi alegría cumplida. Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Conságralos en la verdad; tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así los envío yo también al mundo. Y por ellos me consagro yo, para que también se consagren ellos en la verdad» (San Juan 17,11b-19).
COMENTARIO
Resulta conmovedor ver a Jesús en este pasaje de San Juan orando al Padre y rogándole por sus discípulos, por ese pequeño grupo de seguidores que formaban la primitiva Iglesia, un grupo de pescadores que apenas entendían lo que Jesús les trataba de decir, pero al que seguían fielmente. En ese grupo estamos ahora nosotros también y por nosotros reza el mismo Cristo al Padre.
En esa oración, Jesús pide al Padre, en primer lugar, la unidad de su Iglesia, la misma unidad que Jesús tiene con su Padre. ¡Qué importancia debe tener este aspecto de la fe para que el mismo Jesús le pida al Padre por ese don, el don de la unidad! “Que sean uno”. Luego la historia demostró el drama de esta incapacidad de los hombres llamados cristianos por mantenernos unidos en torno al verdadero mensaje del Señor. ¡Cuánto daño ha hecho en el cristianismo la desunión! ¡Cuánta confusión ha generado y qué pésimo ejemplo supone este espectáculo de las mil Iglesias de Cristo!
Después de la unidad, en esa emotiva oración del Señor a su Padre, Jesús desvela un hecho incuestionable que la historia también ha ratificado: “Yo les he dado tu palabra, y el mundo los ha odiado porque no son del mundo, como tampoco yo soy del mundo”. Todo aquél que recibe la Palabra y la acoge en su corazón, es decir el verdadero discípulo de Jesús, será odiado por el mundo. Esto suena un poco fuerte pero ha sido así desde el comienzo de la Iglesia hasta el día de hoy. El verdadero seguidor de Cristo ha sido y es perseguido por esa simple razón, ser cristiano. No es perseguido por unas determinadas razones sino por puro odio. El odio autentico es profundamente irracional, no puede explicarse a sí mismo. Es el más irracional y doloroso de los sentimientos humanos, el sello del maligno, ese que solo sabe odiar y que es el príncipe de este mundo. Un verdadero cristiano y en la justa medida en que así lo es, hace despertar ese odio del verdadero “mundo”, mueve esas tenebrosas entrañas, ese modo de pensar que odia a Cristo simplemente porque es Dios. El que se quiere erigir como Dios de sí mismo nunca puede admitir a otro Dios que compita con él. En el corazón del hombre no hay sitio para dos tronos, hay que acabar con El. Las tinieblas no soportan la luz ni la luz a las tinieblas.
Por eso en la Historia Universal las persecuciones a la Iglesia han sido tan tristemente frecuentes y precisamente han ocurrido en los tiempos de mayor autenticidad cristiana. Cuando más fiel se era al Señor, llegaba la persecución. El amor puro, la verdad por excelencia, despierta a su opuesto, el odio irracional, la mentira más grotesca ¿Qué sentido puede tener asesinar monjas, seminaristas, misioneros, sacerdotes,…. personas entregadas a diario por los demás? Vidas segadas de la forma más violenta sin ninguna explicación, solo por odio. Y esto no es algo del pasado. El siglo XX, ha superado a todos en número de mártires.
Por último, en esta oración de Jesús por todos nosotros al Padre, se revela un detalle curioso: “No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno”. Nos quiere el Señor en este mundo hostil, no nos quiere fuera de el, es el lugar natural del hombre, el lugar de la convivencia con otros hombre en libertad de conciencia, codeándonos con los que piensan muy diferente a nosotros y que son del mundo, aunque no lleguen a odiarnos. Libres, como nosotros, para abrazar o rechazar la “Palabra” En este ambiente nos quiere el Señor y ahí demostrar su amor y su fidelidad con nuestras obras. En ese campo de batalla, no en un Paraíso ideal lleno de ventajas y facilidades para vivir la fe. Jesús, en este escenario del mundo, sólo pide una cosa al Padre: que el maligno no nos haga daño, es decir, que no caigamos en las tentaciones del maligno, de su modo de pensar, de sus “razones”, sus insinuaciones, sus seducciones. Jesús pide al Padre que estemos en el mundo sin caer en él, sin ser del mundo.
Pues nada, a seguir aquí, pero sin ser de aquí. A vivir aquí pero sabiendo que somos de allí. Ese es el mismo camino que empezó Jesús y el que nosotros tenemos ahora que seguir.