«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos”». (Lc 12, 35-38)
Jesús nos invita a la gran boda, el festín por excelencia, que es la vida eterna: el gozo supremo, la felicidad en grado sumo, la alegría y la paz absolutas… y todos los superlativos que se quieran añadir, aun a riesgo de quedarnos cortos. En definitiva, el amor verdadero y para siempre.
Son varios los pasajes de la Escritura que aluden al banquete de bodas, imagen de la fiesta definitiva en el cielo ¡Qué descanso saber que estoy invitada a este banquete de manjares suculentos! Pero no simplemente que el Esposo cuenta con mi asistencia, ¡es que todo —y cuando digo todo, es todo— lo ha preparado para que me reúna allí con Él.
Este pasaje alude al servicio. Aquí no somos comensales —aunque nunca dejamos de serlo— sino criados. Pero cuán preferible es servir al Señor, no hay amo más bondadoso que Él: es el que mejor paga, el que manda según las capacidades del siervo, el que perdona los fallos, comprende las limitaciones… Y encima yo me empeño en seguir a otros que, ni agradecida ni pagada. ¡Hay que ver cómo soy!
Por eso estas palabras de Jesús me ayudan a centrarme, a enderezar la estructura de mi vida. Me encuentro atareada, preocupada, afanada en mil tareas (que no son más que vanidad y caza de vientos) y corro el peligro de no tener ceñida la cintura y encendidas las lámparas para mi Señor. Pues puede que haya malgastado el aceite en mil correrías vanas o que al llegar Él me encuentre tan aletargada o incluso dormida que no sea capaz de reaccionar.
Ceñida la cintura es figura de disponibilidad para las cosas de mi Padre y de mis hermanos, que justo es lo que proporciona la realización plena. Como oí en una ocasión por parte de un sacerdote: “hay que darse, que en el ombliguismo uno está muy incómodo”.
Y así, como una gracia de Dios, generosa y gratuita, ganaré mi reino. Como expresa Rabindranath Tagore, en un bello poema: “Dormía, y soñaba que la vida era alegría. Desperté, y vi que la vida era servicio. Serví, y vi que el servicio era alegría”.
También existe otro banquete que se me ofrece de balde, la Eucaristía. Qué gran ocasión para encontrarme íntimamente con Él hasta el definitivo momento de no separarnos jamás. No sé cuándo vendrás por mí, Señoor, pero haz que permanezca siempre en vela; no permitas que el “ladrón” me arrebate este amor y no pueda entrar en tu banquete.
Victoria Serrano