En aquel tiempo, entró Jesús otra vez en la sinagoga, y había allí un hombre que tenía una mano paralizada. Lo estaban observando, para ver si lo curaba en sábado y acusarlo. Entonces le dice al hombre que tenía la mano paralizada:
-«Levántate y ponte ahí en medio.»
Y a ellos les preguntó:
-«¿Qué está permitido en sábado?, ¿hacer lo bueno o lo malo?, ¿salvarle la vida a un hombre o dejarlo morir?» Ellos callaban. Echando en torno una mirada de ira y dolido por la dureza de su corazón, dice al hombre:
-«Extiende la mano».
La extendió y su mano quedó restablecida. En cuanto salieron, los fariseos se confabularon con los herodianos para acabar con él.
(Marcos 3, 1-6)
1. Dice San Marcos que Jesús «entró otra vez en la sinagoga», cosa que seguirá haciendo con cierta frecuencia (ver 1,21ss). La vez anterior —recordémoslo—fue cuando dentro de ella curó a un hombre poseído por el Demonio, milagro que más que tocar el corazón de los presentes, tocó su sentido de admiración por lo sucedido, de modo que creció su fama por toda la comarca de Galilea. Luego el evangelista nos narra la curación de un leproso, la de un paralítico (en casa de Pedro en Cafarnaún) y las primeras dos diatribas sobre el ayuno y sobre las espigas arrancadas en sábado: empieza a describirse así la inquina de los escribas y fariseos que no tragaban a Jesús porque les daba con un canto en los dientes, con la recta interpretación de la Ley, por encima del sentido puramente literal farisaico, de manera que el mensaje de Jesús entraba mejor así en el corazón de la gente simple y llana que le escuchaba y lo seguía. Todo esto se puso muy de manifiesto en Cafarnaún con la curación del paralítico en casa de Pedro (ver Mc 2,1-12 y mi cometario a ese Evangelio en esta misma página web de la revista Buenanueva del pasado día 15). Ahora, nuevamente, los escribas —acompañados esta vez por los herodianos (aquellos secuaces que habían puesto punto final a la vida de Juan Bautista)— suben el índice de encono contra Jesús porque se ha atrevido en un sábado a curar a un hombre con la mano seca.
2. Cuando entra este enfermo, todos miran a Jesús y a los asistentes, y estos a Jesús, como diciendo «a ver qué pasa», «a ver si se va atrever traspasar la Ley y curar a este hombre de la mano seca». Distraen así la finalidad de acudir a la sinagoga para escuchar la Palabra de Dios. Les pica más la curiosidad y así pasan unos segundos de silencio en tensión, hasta que Jesús toma la iniciativa: «¿Se puede hacer lo bueno o lo malo en sábado?», pues, apoyados en la doctrina farisaica, solo en peligro de muerte se podía hacer el bien; pero Jesús con el milagro que va a sorprender a todos, va más allá, enseñándoles que no hacer el bien es como hacer el mal. En consecuencia dice al paralítico: «Extiende la mano. La extendió y su mano quedó restablecida». Esto supuso un mazazo en la mente cerrada, sórdida y perversa de aquellos escribas, que, en vez de arrepentirse, alimentaron más el odio contra Jesús, buscando la forma de acabar con él. Creo que San Marcos narra estos primeros hitos importantes de la vida pública de Jesús no tanto para despertar en los corazones el hambre el deseo y hambre de conversión, que también —y habría que resaltar cómo comienza su narración este evangelista, con una fuerza y vigor increíbles: «Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15)—, sino que este milagro es más bien una controversia que nutren con prisas los enemigos de Jesús para llevarlo a su condena a muerte. De hecho, el texto de hoy está envuelto con una amarga perspectiva: cuando la gente salió de la sinagoga, «los fariseos se confabularon con los herodianos para acabar con él».
3. Hay una palabra en texto que me llama fuertemente la atención: Jesús, conociendo lo que pensaban y pasaba en el corazón de todos los presentes en la sinagoga, se llenó de ira dolido por la esclerosis de su corazón. ¿He dicho «ira»? Sí, así lo dice el texto. E, igualmente, se enoja contra los mercaderes del templo (ver Jn 2,13ss). «Por su parte, los sumos sacerdotes, los escribas y los principales del pueblo buscaban acabar con él» Lc 19,47), ¿Cómo es posible que en Jesús exista la ira, él que había enseñado que son «bienaventurados los mansos porque heredarán la tierra» (M 5,4), y en su pasión moriría pidiendo el perdón de sus verdugos: «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen»? He llegado a contar más de doscientos cuarenta pasajes bíblicos donde aparece la palabra ira, la gran mayoría en el Antiguo Testamento, para describir generalmente la ira de Dios con su pueblo escogido y también con la generación de Cristo (ver Mt 3,7; Lc 21,23; Jn 3,36; Rom 1,18; 2,8, 4,5; 5,9; 12,19; 1 Tes 2,16; Ef 5,6; Col 3,6…); pero nosotros debemos quedarnos con la enseñanza del Señor, positiva, a través de San Pablo: Dios conoce nuestras debilidades y nos sale al paso. «Si os indignáis, no lleguéis a pecar; que el sol no se ponga sobre vuestra ira». Este es uno de los pilares básicos —pedir perdón a quien hemos ofendido, incluso cuando sabemos que alguien tiene algo contra nosotros mismos, dando el primer paso para recomponer el amor maltratado por el pecado (ver Mt 5,23-24), hito especialmente válido para los matrimonios, donde es fácil que surjan las desavenencias diarias. «No deis ocasión al diablo» (Ef 4,6); «desterrad de vosotros la amargura, la ira, los enfados, los insultos y toda maldad» (Ef 4,31).
4. Podría anotar, asimismo, que, en el milagro en que Jesús cura al paralítico descolgándolo en una camilla rompiendo el techo, todos «se quedaron atónitos y daban gloria a Dios» (Mc 2,12), mientras que en el milagro de hoy nada de esto aparece por ningún lado, sino que solo se pone de manifiesto la confabulación contra Jesús, es decir cómo ponerse acuerdo para idear un plan ilícito para matarlo, en este caso un plan deicida.
5. Señor, yo no tengo solo la mano seca, sino todo mi ser, por eso el «el pavor atenaza mi carne» (Job 21,6); «soy paja perseguida por el viento y tamo que arrastra el huracán» (21,18). «Día y noche grito en tu presencia, llegue hasta ti mi súplica» (Sal 88,2), porque es todo mi yo, mi corazón, todas mis fuerzas, toda mi alma quienes están secos. Señor mío, sácame de esta angustia, porque sin ti me muero. «Oh Dios, crea en mí un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (Sal 51,9).