En aquel tiempo, Jesús y los tres discípulos bajaron del monte y volvieron a donde estaban los demás discípulos, vieron mucha gente alrededor y a unos escribas discutiendo con ellos.
Al ver a Jesús, la gente se sorprendió y corrió a saludarlo. El les preguntó: «¡De qué discutís?».
Uno de la gente le contestó: «Maestro, te he traído a mi hijo; tiene un espíritu que no lo deja hablar; y cuando lo agarra, lo tira al suelo, echa espumarajos, rechina los dientes y se queda rígido. He pedido a tus discípulos que lo echen y no han sido capaces».
Él, tomando la palabra, les dice: «Generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo».
Se lo llevaron.
El espíritu, en cuanto vio a Jesús, retorció al niño; este cayó por tierra y se revolcaba echando espumarajos.
Jesús preguntó al padre: «Cuánto tiempo hace que le pasa esto?».
Contestó él: «Desde pequeño. Y muchas veces hasta lo ha echado al fuego y al agua para acabar con él. Si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos».
Jesús replicó: «Si puedo? Todo es posible al que tiene fe».
Entonces el padre del muchacho se puso a gritar: «Creo, pero ayuda mi falta de fe».
Jesús, al ver que acudía gente, increpó al espíritu inmundo, diciendo: «Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: sal de él y no vuelvas a entrar en él».
Gritando y sacudiéndolo violentamente, salió.
El niño se quedó como un cadáver, de modo que muchos decían que estaba muerto.
Pero Jesús lo levantó cogiéndolo de la mano y el niño se puso en pie.
Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas: «Por qué no pudimos echarlo nosotros?».
El les respondió: «Esta especie solo puede salir con oración» (San Marcos 9, 14-29).
COMENTARIO
Sí, ya sé que probablemente no fuese así, pero es así como yo me imagino la escena: Jesús se lleva consigo a un lugar aparte a Pedro, Santiago y Juan, y esto despierta ciertos “celillos” en el resto de discípulos. Un padre que sufre la enfermedad de su hijo “endemoniado” (hoy sabríamos que es epilepsia) y busca a Jesús para pedirle ayuda en su situación desesperada. Los nueve que quedan abajo dicen: “esta es la nuestra” y cómo algo habrían visto en su maestro, pues se crecen y se colocan en su lugar. (Esto no tiene que parecernos raro. Se cuenta la anécdota de que en cierto famoso colegio internado del centro de Madrid, el conserje se hacía pasar por el director y en una ocasión al descolgar el teléfono dijo: “¡Al habla el director!” y su interlocutor, casualmente llamaba el director, respondió: “Entonces, ¿yo quién soy?”. ¡Cuantos “pinches” de Ferrá Adriá van por la vida de “master chef”!
Y para colmo, multitud testigos a la cabeza de los cuales unos incómodos escribas: “¡Qué ridículo, Dios mío! Nuestra credibilidad por los suelos.” Y en plena discusión aparece Jesús que baja del monte Tabor tras vivir con Pedro, Santiago y Juan la experiencia de la “transfiguración” (de la que tampoco se terminaron de enterar mucho)
Repito, ya sé que probablemente esté dando demasiada rienda suelta a mi imaginación, pero en la siguiente escena del capítulo 9 de Marcos, Jesús tiene que volver a insistir en la misma pregunta: “¿De qué discutíais por el camino?”(Mc. 9, 33) y esta vez tiene que corregirles abiertamente como la discusión era sobre quién era el más importante. Vamos que celos entre los discípulos, haberlos, habríalos. Y si no, recordemos también a la madre de los Zebedeos (Cf. Mt. 20, 24)
“Maestro, te he traído a mi hijo que posee un espíritu inmundo… he pedido a tus discípulos que lo expulsaran pero no pudieron…”
“¡Generación incrédula! Pero, realmente contra quién iría esta increpación. Generación que busca un signo, pero que no se le dará más que la señal de Jonás… (Cf. Mt. 12, 39). Que ven milagros, pero que no son capaces de captar la profundidad y se quedan en lo externo: “Me seguís no porque habéis visto señales, sino porque habéis comido pan hasta saciaros” (Jn. 6, 26). Y probablemente sería lo que sucediese, los discípulos copiaron a su “jefe” en las formas, pero no en el fondo. ¡Ridículas quedan algunas mediáticas y televisivas sesiones de exorcismo! en las que viéndolas los primeros en troncharse de risa deben ser los demonios: propaganda gratis y seguir campando a sus anchas.
El verdadero milagro cuenta con la fe de quien lo recibe. En su propio pueblo no pudo hacer milagros por su falta de fe (cf. Mc. 6, 5). Y, sin embargo, “todo es posible para el que cree”.
Pero, ¿cuánta fe hay que tener? Y ¿qué es tener fe? me imagino al pobre padre que a saber a cuántas puertas habría llamado con tal de ver a su hijo sano, como hacen todos los padres de todos los tiempos. Por eso de vez en cuando saltan las noticias de algunos desalmados que se aprovechan de la credulidad ingenua que provocan estas situaciones. Y el padre del chico, viendo que si los más cercanos al maestro, no habían sido capaces, pues mucho menos él: “Creo, pero ayuda a mi falta de fe”. ¿Cabe mayor confesión de fe que reconocer la necesidad de ayuda para poder tener fe? Pues es necesaria tal cantidad como, nada más y nada menos, que ¡un granito de mostaza! (Mt 17, 20). La más pequeña de las semillas pero que lleva en su interior la fuerza y la vida como para ser el más grande de los árboles (cf. Mt. 13, 31). Pero para que cualquier semilla germine ha de ser regada y el riego de la fe es la oración. Orar es reconocer que Dios es Dios. Que no soy yo, que es Él. Sin palabrerías, sin aspavientos, en lo secreto, en lo escondido, para ser vistos por Dios, no por los escribas.