En aquel tiempo, al enterarse Jesús de que habían arrestado a Juan se retiró a Galilea. Dejando Nazaret, se estableció en Cafarnaún, junto al lago, en el territorio de Zabulón y Neftalí. para que se cumpliera lo dicho por medio del profeta Isaías: «Tierra de Zabulón y país de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló.»
Desde entonces comenzó Jesús a predicar diciendo: – «Convertíos, porque está cerca el reino de los cielos.» Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Su fama se extendió por toda Siria y le traían todos los enfermos aquejados de toda clase de enfermedades y dolores, endemoniados, lunáticos y paralíticos. Y él los curó. Y lo seguían multitudes venidas de Galilea, Decápolis, Jerusalén, Judea y Transjordania. (Mateo 4, 12-17. 23-25)
De repente la liturgia pasa de la etapa del nacimiento de Jesús al Norte de Israel y nos lo encontramos en plena Galilea, ya adulto, después de haber pasado las tentaciones en desierto. ¿Y qué hace Jesús allí? ¿Por qué la liturgia pasa a pie juntillas los casi treinta años que permaneció en Nazaret, con sus padres (José ya había muerto)? Aquella casa, para quienes hemos tenido la gracia de poder visitarla varias veces, nada más entrar se masca un aire especial de recogimiento, silencio, preguntándose uno cómo pudo vivir allí la Sagrada Familia. Después de haberse «perdido» en Jerusalén en un viaje a la ciudad santa para celebrar la Pascua, al cabo de tres días de angustia de María y José para ver qué había sido de él, dice San Lucas que «Él bajó con ellos y fue a Nazaret, y estaba sujeto a ellos. Su madre conservaba todo esto en su corazón. Y Jesús iba creciendo en sabiduría, estatura y en gracia ante de Dios y ante los hombres» (Lc 2,51-52). Nada más narran los evangelios después de este suceso del niño hallado en templo. Otros evangelios relatan otras cosas, muchas veces estrambóticas, fuera de tono, de contenido y de la verdad: son los evangelios apócrifos que, está bien recordarlo, no están aprobados por la Iglesia.
Estando aún mudos y absortos en la contemplación de aquella pobre casita, vemos a un Jesús adulto, en pleno vigor, predicando abiertamente con valentía y seguridad: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1,15 y Mt 4,17)). ¿Qué tiempo se había cumplido? En la historia de la humanidad hemos constatado que «en muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,1-2). Todas las intervenciones de Dios para salvar al hombre, forman lo que se llama «Historia de la Salvación», historia porque acontece en el tiempo y en algún lugar, y de Salvación porque el plan de Dios era ese: llegar a un punto final de esa historia salvífica, cumpliendo así cuanto él tenía proyectado antes de la creación del mundo, un plan (ver Ef 1,9), escondido por siglos (ver Rom 16,225-26). En efecto, después de Jesucristo ya no hay más revelación pública ni más tiempo: hemos entrado en esa etapa final (ver Gál 4,4 y Ef 1,10), de modo que el mismo Jesús que nació, padeció, murió y resucitó, vendrá en la segunda parusía: es exactamente el mismo, como atestiguan los dos ángeles a los apóstoles el día de la Ascensión: «El mismo Jesús que ha sido tomado de entre vosotros y llevado al cielo, volverá como lo habéis visto marcharse al cielo» (Hch 1,11); así es cómo este tiempo entra en la eternidad, por la fe en Jesús resucitado. Hemos entrado, pues, en la escatología. Nuestra muerte ya no es un suceso horrible, pues ya sabíamos que nacimos con fecha de caducidad, sino que ese día será el dies natalis, el día de nuestra entrada en el Reino, con Jesús y María Virgen también residente en el cielo en cuerpo y alma: entonces ya no tendremos fecha de caducidad.
¿Y por qué predica con vigor «¡Convertíos!»? Porque «está cerca el reino de Dios». El reino de Dios es precisamente él. Así lo aclara Joseph Ratzinger, el Papa Benedicto XVI, en su segundo libro de la trilogía sobre Jesús de Nazaret (ver páginas 73-90). No está de más recordar que, precisamente, el tercer libro está dedicado a la infancia de Jesús. Convertirnos ¿de qué? Mejor sería decir convertirnos a quién. Esa conversión implica amar a Dios sobre todas cosas: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser» (Mc 12,29-30, ver Dt 6,4-5). Es lo que de alguna manera exorcizó Jesús al Demonio después de la tercera tentación: «Al Señor, tu Dios, adorarás y a él solo darás culto» (Mt 12,10).
Pero nada de esto es posible sin la acción directa del Padre y del Espíritu Santo: «Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí» (Jn 6,45). Nadie puede venir a mí si no lo atrae en Padre» (Jn 6,44). Y, por otra parte, afirma Pablo: «Nadie que hable por el Espíritu de Dios dice: “¡Anatema sea Jesús!” y nadie puede decir: “¡Jesús es el Señor!”, sino por el Espíritu Santo» (1 Cor 12,3).
Señor, súbeme a la cruz contigo porque dijiste: «Cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).