Expuso Jesús una parábola a sus discípulos; «Fijaos en la higuera o en cualquier árbol; cuando echan brotes, os basta verlos para saber que el verano está cerca. Pues, cuando veáis que suceden estas cosas, sabed que está cerca el reino de Dios. Os aseguro que antes que pase esta generación todo eso se cumplirá. El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán». Lc 21, 29-33
La higuera es uno de los cinco árboles de la tierra prometida. La conocésis bien. Como los cinco libros de la Ley. Sois capaces de enlazar causas y efectos, antecedentes y consecuentes, establecer correlaciones. O por la higuera (sabiduría de Israel) o por cualquier árbol (las ciencias de los demás pueblos) veis brotes y sabésis que viene el verano. Lo que os interesa sois muy capaces de averiguarlo. Teneis capacidad de predicción. Hacéis pronósticos certeros. ¿Por qué no me reconocéis? ¿Cómo es que no sabéis de la inminencia del reino de Dios?
Resulta sorprendente, paradójico y desconcertante el uso que hacemos del tiempo presente, del hoy. Unos dicen que es lo único que no existe, puesto que entre lo que ya pasó y lo que viene, no hay nada. Pero otros afirman lo contrario; solo existe el hoy, porque el ayer ya pasó y el mañana no lo conocemos. El tiempo se nos escapa; es y no es al mismo tiempo. Sabemos que trascurre, que es imparable, que no se deja apropiar por nadie, que es consustancial al ser. Alguien se ha atrevido a escribir «La historia del tiempo». La Física teórica se paró en el muro de Planck. Sabemos mucho del tiempo … pero no somos capaces de reconocer «los signos de los tiempos».
El Magisterio de la Iglesia ha invitado, en multitud de ocasiones, a leer los signos de los tiempos, reconociéndolos. Pero preferimos la necedad, el aturdimiento, la alienación, o cualquier viento de doctrina. Todo, menos la verdad: cualquier cosa -incluso no pensar- antes que aceptar la Verdad.
Pero es inútil cerrar los ojos o tapárnoslos; la realidad seguirá ahí. La verdad es que el Señor viene. Su reino llega. Y -esto es lo decisivo- se realiza «en esta generación». Cierto que hemos sacado a Dios de nuestras vidas, cierto que hemos excluido a Dios del análisis social, cierto que hemos apostatado de nuestra Historia (sagrada), pero por eso no entendemos nada, ni esperamos nada. Vivimos, propiamente, en la inopia. Lo que son evidencias de la proximidad del Reino de Dios nos pasan desapercibidas.
Si no contamos con tal Reino, difícilmente vamos a detectar a sus precursores. El problema es no dar credibilidad a quien lo anuncia. Pero -¡atención!- es Adonai quien habla. Es El Señor, el dueño del tiempo, el que lo certifica: «mis palabras no pasarán». Esta generación sí, ella sí pasará, pero mis palabras son actuales y permanecen para siempre, dice El Señor.
Por tanto, a esta generación -a nosotros- nos interpela la venida y la llegada del Reino. La Escritura no «puentea» el presente; no es algo que se gestó en el pasado y rendirá sus efectos después de nosotros. No. Es a nosotros a quienes habla. Nosotros pasaremos, pero sus palabras no; también aprovecharán a las generaciones siguientes (mientras haya «gestaciones»). Pero los que, aquí y ahora, tenemos que reconocer los signos de los tiempos somos nosotros, y la responsabilidad, personal y eclesial, de la acogida o rechazo del advenimiento del Mesías a nuestras vidas, es asunto nuestro. Porque nuestro es el llanto. el desgarrado dolor del sinsentido.
Sus palabras ya han sido descifradas. «Deja ya de llorar; pues ha vencido el león de la tribu Judá, el retoño de David, y es capaz de abrir el libro y sus siete sellos» dice un anciano en el Libro de la Revelación (Ap 5.5). En la nota al pié de la edición típica de la Conferencia Episcopal Española se dice: «El llanto amargo de Juan, prototipo de la humanidad errática que no halla sentido a la vida, cesa. Cristo muerto y resucitado, en quien se cumplen las profecías antiguas, será capaz de leer e interpretar el libro».
Una alienación colectiva nos domina; sería «otra» generación, los que mataban a los profetas (cf. Lc 11 47ss) o los conteporáneos de la vida terrena de Cristo, o una hipotética y patética Humanidad asistente al «posible» juicio final quienes se verán la cara con Dios, pero eso a nosotros ni nos va ni nos viene. ¡Que tremenda insensatez! Justamente lo que hoy esta Buena Noticia nos trae es la desalienación: «Os aseguro que antes que pase esta generación todo eso se cumplirá». O sea, lo veremos.
Efectivamente, sin Jesucristo no se entiende nada, la Humanidad -cada vez más deshumanizada- no encuentra sentido a la vida. El hambre, la violencia, el sufrimiento, la soledad, las adicciones, la amoralidad y la muerte nos atenazan. La persecución, abierta o larvada, está más extendida que nunca. ¿No hay una multiforme conjura contra la vida?¿Nos parece un brote de higuera inexpresivo tamaño drama?
Pues que nos conste una sola cosa: el Reino de Dios está cerca. El Logos se ha hecho carne.