«En aquel tiempo, Jesús dijo, gritando: “El que cree en mí, no cree en mí, sino en el que me ha enviado. Y el que me ve a mí ve al que me ha enviado. Yo he venido al mundo como luz, y así, el que cree en mí no quedará en tinieblas. Al que oiga mis palabras y no las cumpla yo no lo juzgo, porque no he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo. El que me rechaza y no acepta mis palabras tiene quien lo juzgue: la palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día. Porque yo no he hablado por cuenta mía; el Padre que me envió es quien me ha ordenado lo que he de decir y cómo he de hablar. Y sé que su mandato es vida eterna. Por tanto, lo que yo hablo lo hablo como me ha encargado el Padre”». (Jn 12, 44-50)
Este evangelio de hoy viene a romper todos los esquemas que encorsetan el diseño que quiere Dios para el hombre. Jesucristo fue crucificado porque rompía los esquemas de los fariseos; Él venía a cumplir la ley entregada por Dios a los hombres en el Sinaí, pero había sido interpretada y modificada por el hombre según su capricho. El diseño de Dios sobre el hombre lo podemos encontrar en aquel sermón de la montaña donde Jesús fue desgranando cada una de las cualidades de esta nueva creación.
¡Cuántas veces Jesús nos dice: coge tu camilla y anda! Y nosotros seguimos postrados, porque nos resulta más cómodo vivir en esa situación. Hemos construido nuestra propia Iglesia, tenemos nuestros santos para encontrar cosas, para que nos solucionen los problemas en el matrimonio o con nuestros hijos; buscamos aquel presbítero que nos diga lo que queremos oír; podemos hasta rezar asiduamente y hacer muchas obras piadosas, pero todo esto desde nuestro mensaje personal.
De esta forma de presentarnos a la sociedad viene el rechazo a la Iglesia; nos ven a nosotros mismos y nuestros esquemas, pero no ven a Dios. Jesucristo es la imagen de Dios; Él es la Palabra de Dios que se ha hecho como uno de nosotros para darse gratuitamente; no viene a condenar sino a justificar; no viene a destruir sino a edificar. Es una palabra que nos invita a seguir el camino de Francisco de Asís: despojarnos de nosotros mismos, de ese hombre viejo egoísta y burgués, esclavo de sus concupiscencias, de sus ideas, de sus criterios y verdades y dar paso al hombre nuevo que ha sido irradiado por el conocimiento de la gloria de Dios, que está en el rostro de Cristo.
Esta palabra de hoy es una llamada profunda para todos los que nos sentimos llamados a ser Iglesia, es decir, llamados a vivir como Jesús. Si alguno piensa que esto es una utopía no conoce a Dios ni su poder. La Iglesia existe ─después de más de dos mil años─ porque ha sido sostenida en cada generación por gente como tú y como yo, que han mirado el poder de Dios y no su miseria. Pero este poder tiene que ser experimentado personalmente en la propia vida. Ahí tenemos a Pedro: al comienzo siempre está Pedro y su personalidad, su vehemencia, su ego. Después de descubrir su miseria, pero al mismo tiempo la misericordia y amor de Dios, es cuando en él podemos ver a Dios; la donación sin límites hasta dejarse matar. Esa es nuestra misión hoy: parecernos a nuestro Padre del cielo para que cuando nos vean en nuestra familia, en nuestros trabajos o en nuestro vecindario crean que Dios existe.
Ángel Pérez Martín