«En aquel tiempo, los setenta y dos volvieron muy contentos y dijeron a Jesús: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”. Él les contestó: “Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo”. En aquel momento, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar”. Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: “¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron”». (Lc 10,17-24)
Es este precioso pasaje evangélico especialmente interesante, porque Jesús pronuncia varias frases lapidarias, como un regalo para los oídos de sus fieles seguidores. Vamos a comentarlas una a una.
Ellos, los discípulos, volvían encantados del éxito de su misión; todo parece haber sido fácil y les ha llevado al entusiasmo. Dios ha querido que en este comienzo de la tarea apostólica no encontraran muchas dificultades, para que no decayera su ánimo. Al nombre del Señor se les someten los malos espíritus y actúan sin enemigos, se les ha dado potestad para pisar escorpiones —se supone que había muchos en aquello terrenos desérticos— pero Jesús, aunque refuerza su satisfacción diciéndoles que veía caer a Satanás como un rayo, les advierte que no estén satisfechos solo por haber expulsado a los malos espíritus, curado enfermedades y convencido a las gentes, añade: “Estad alegres porque vuestros nombres están escritos en el cielo”. No por la satisfacción personal de tener un vistoso poder contra el mal, un poder de convencer, de convertir —lo que debe alegrarnos, poniéndonos ya a nosotros en el lugar de los discípulos—es porque estamos haciendo algo conforme a la voluntad de Dios, y eso se apunta allá arriba.
Y Jesús, contagiado por la alegría con el buen término de la tarea de sus discípulos, levanta los ojos y dice hablando con familiaridad y públicamente a su padre: “Te doy gracias Padre, Señor de los cielos y la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a la gente sencilla”. No solo los exégetas, ni los doctos de la Escritura, que conocen las lenguas de la Biblia, si el espíritu sopla y el Padre lo revela, desde la humildad cualquiera puede llegar a conocer “estas cosas”.
Nadie en la labor apostólica, el consejo al hermano, la aclaración de una duda, puede presumir de su lenguaje o de su capacidad de persuasión, solo a las gentes sencillas, a los humildes, se les da la lucidez para entender y hacer entender; como hemos visto en tantos profetas del Antiguo Testamento, es la disposición obediente a ser instrumento de Dios en la transmisión de su palabra y sus mandatos, lo que da el éxito a la misión.
Y añade Jesús, como un premio a su fe en el Maestro y al primer trabajo de evangelización, esta clara prueba de su divinidad: “Nadie conoce al Hijo sino el Padre, ni quién es el Padre sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar”.
Tantas opiniones y herejías se han discutido en los concilios sobre la divinidad de Jesús, y no puede ser más clara esta frase. Pocas veces en el evangelio Jesús se refiere tan directamente a su identidad de hijo de Dios y uno con él. También en su respuesta a las preguntas de Tomás y Felipe (Jn 14, 8-10) dice a este: “El que me ha visto a mí ha visto al Padre” y más adelante “ yo estoy en el Padre y el Padre está en mí.”
Los cristianos podemos estar seguros así de que no seguimos a un hombre excepcional, líder de ideas nuevas, ejemplo de bondades dignas de imitación. No, seguimos al Hijo de Dios y uno con Él en la unidad trinitaria.
Por último la cuarta perla del evangelio de hoy: “Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis”. Efectivamente en todo el Antiguo Testamento contemplamos la sed de la presencia del Dios vivo, repetida en los salmos y en la añoranza de los profetas. A los cristianos nos parece una maravilla haber visto a Jesús, poder caminar a su lado, oír su palabra, comer, reír y llorar con Él, pero para consolarnos nos ha dejado su cuerpo y sangre en la Eucaristía, donde tenemos certeza de su presencia real.
Mª Nieves Díez Taboada