En la sociedad actual estamos tan acostumbrados al más difícil todavía, y sobre todo en materia de fe (o de no fe), que pocas cosas nos asombran. Por ejemplo: que hoy día, en la era de la comunicación y la tecnología, exista más gente que no ha escuchado el Evangelio que hace doscientos años, desgraciadamente ya no nos sorprende. Que para muchas personas, entre ellas intelectuales de peso, la religión sea considerada como algo ingenuo y un vestigio del pasado, tampoco nos llama la atención. Que todo lo que huela a espiritualidad o trascendencia quede reducido a una simple alternativa barata a la psicoterapia, hasta nos resulta indiferente. Sin embargo, el asunto no es baladí.
Ante esta cruda realidad y la no menos dura de que son muchos los cristianos que experimentan su fe de esta manera, aséptica y escéptica, debemos ponernos en guardia. ¿Cómo impedir que la tibieza sofoque la fuerza transformadora que experimenta quien se encuentra con quien es todo amor y misericordia? ¿De qué manera es posible hacer llegar que, cuando dejas que Cristo asuma tu vida, tu debilidad y tus pecados, entonces todo cobra un sentido pleno? ¿Cómo explicar a los que sufren sin esperanza que la muerte ha sido vencida y nuestra patria es el Cielo?
no me corresponde juzgar, sólo amar
Desde luego no es fácil. Como dijo el arzobispo de Denver, Monseñor Chaput: “Si queremos saber por qué el mundo no ha sido conquistado para Cristo mirémonos al espejo”. Ahora bien, no se trata de valentías. Es cierto que Dios no quiere discípulos cobardes, pero ya se lo dijo a San Pablo y nos lo repite a cada uno: “Te sobra mi gracia, que la fuerza se realiza en la debilidad” (2Co 2,9).
Cuando uno se siente rescatado de la muerte óntica —del sinsentido de no ser para nadie o de tener que estar a la altura de todos—, porque se sabe amado por Dios; cuando uno advierte en lo profundo de su ser que Cristo habita en su corazón y le llama a participar de su misma vida divina, la existencia se torna plena y feliz, por muy atribulada que ésta sea. Entonces se abre un nuevo camino en el que la caridad y el perdón son presencia viva en el recorrido diario.
Los cristianos estamos llamados a transformar el mundo desde la fe mediante el testimonio. Sólo si nuestra experiencia de Cristo muerto y resucitado por nuestros pecados es profunda, su luz irradiará cualquier espacio de nuestra vida. Pero si se queda únicamente en la capa más externa como un modo de cumplir unos mandatos, que además consideramos opresores y trasnochados, la fe comenzará a hacer aguas ante la más mínima prueba que la razón no entienda.
La misión de la Iglesia es la de santificar el mundo; y todos nosotros, como miembros activos de ella, formamos parte de esta misión. Está claro que amar a la humanidad en su conjunto es fácil, pero amar a la familia que nos ha tocado, a cada miembro en concreto, con sus pecados y debilidades, a los vecinos, compañeros de estudio o trabajo, al jefe, al casero, etc., eso sí resulta harto complicado. Sin embargo, en las sociedades actuales, donde la gran mayoría de sus Estados son hostiles a cualquier atisbo de mensaje evangélico, la única manera posible de abatir las barreras es con el amor, pues éste es la expresión de la presencia de la Santísima Trinidad en el mundo.
ver para creer
Únicamente desde el reconocimiento del amor infinito que Dios nos tiene y asumiendo la invitación de Jesucristo a amarnos con la medida de su amor, es decir, hasta dar la vida, es posible anular todo tipo de resentimientos, odios, luchas y prejuicios. “Mirad cómo se aman y están dispuestos a dar la vida el uno por el otro”, se decía de las primeras comunidades cristianas y también de cuantos a lo largo de los siglos han hecho del amor y la confianza en Dios su distintivo.
El cristiano sabe que en esta revolución pacífica, aunque la misión le venga grande, no está solo. La presencia activa de Dios en la historia de la Iglesia y de la humanidad, como también en la de cada hombre en particular, llena de paz e intrepidez apostólica el buen hacer de cada día. Son muchos los signos que ponen de manifiesto la presencia y acción de Dios entre nosotros. De hecho, quien vive la muerte de Cristo y su resurrección, “experimenta” la vida del Resucitado, a quien tiene dentro de sí por la gracia del Espíritu Santo. Por tanto, vive la vida que nunca se acaba, pues como dice Jesús: “Todo el que vive y cree en mí no morirá jamás” (Jn 11,26).
Puesto que el amor destila misericordia y ésta no deja indiferente a nadie que con ella se topa, hagamos vivo el mandato de Jesús: “Amaos unos a otros como yo os he amado” (Jn 13,34). Desde esta plasmación real, viva y sincera, los cristianos podremos hacer presente el Reino de Dios entre nosotros para que otros vean y, entonces, crean.