«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre. Ahora ya lo conocéis y lo habéis visto. Felipe le dice: «Señor, muéstranos al Padre y nos basta”. Jesús le replica: “Hace tanto que estoy con vosotros, ¿y no me conoces, Felipe? Quien me ha visto a mí ha visto al Padre. ¿Cómo dices tú: ‘Muéstranos al Padre’?. ¿No crees que yo estoy en el Padre, y el Padre en mí? Lo que yo os digo no lo hablo por cuenta propia. El Padre, que permanece en mí, hace sus obras. Creedme: yo estoy en el Padre, y el Padre en mí. Si no, creed en las obras. Os lo aseguro: el que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aún mayores. Porque yo me voy al Padre; y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si pedís algo en mi nombre, yo lo haré”». (Jn 14,7-14)
El pasaje de hoy pertenece al discurso de despedida del Señor en la última cena. Este es el momento en que, con mayor claridad en todo el evangelio, Jesús se presenta a sí mismo como Dios. Tiene que ser Juan el que nos lo transmita, preocupado siempre por el sentido teológico de las palabras, que muestra especial interés en los momentos en que Jesús deja clara su divinidad.
Ya en Jn 10,23 en la fiesta de la Dedicación del Templo, Jesús responde directamente a los que, en el pórtico de Salomón, le apremian a que conteste: “Si eres el Cristo dilo claramente”. “Ya os lo he dicho, pero no queréis creer, las obras que hago en nombre de mi padre declaran quien soy”, y después de presentar su misión de pastor termina afirmando: “Yo y el padre somos una misma cosa”. Los judíos que se refieren aquí al caudillo esperado, que librará a Israel del poder extranjero, según la promesa del antiguo testamento, no comprenden ni aceptan el papel que Jesús ha venido a cumplir.
Ahora, Jesús, rodeado de sus apóstoles, en un momento de despedida y especial trascendendencia, cuando sabe que va a ser traicionado por uno de los suyos, negado por Pedro y abandonado por casi todos, se declara uno con Dios, su padre. Momentos antes les ha hablado de que vuelve a la casa del padre y les va a preparar sitio. Una vez más los suyos, los apóstoles, no le entienden. Tomás le ha preguntado anteriormente a dónde va, y ahora, Felipe, seguramente expresando el pensamiento de todos, ese deseo innato en el ser humano, pide que les descubra a Dios: “Señor, muéstranos al Padre y eso nos basta”. Y Jesús le responde: “Llevo tanto tiempo con vosotros Felipe…”, lo dice con cansancio por su dificultad para ver en él y en sus obras la transparencia de Dios, y asegura rotundamente: “Quién me ha visto a mí ha visto al padre”.
¿Cómo a pesar de la claridad de este pasaje evangélico, pudo estar la iglesia tanto tiempo en el duro conflicto con el arrianismo, hasta la declaración de su divinidad en Nicea y Constantinopla? Porque no era el Jesús del evangelio un visionario con delirios de grandeza, puesto que sus obras refrendaban su palabra.
Este pasaje nos sirve para una profunda meditación. Estamos preocupados siempre por el misterio de Dios, su esencia, su omnipotencia, su grandeza, su eternidad, su justicia y dando vueltas a lo lejano que parece estar de nosotros; ese Dios, a quien nadie ha visto, cuyos designios desconocemos, dueño y señor del tiempo y de la vida. Jesús caminante, compasivo con el enfermo, con el hambriento, con el necesitado, que resucita a los muertos, llora ante el dolor de sus amigos, perdona los pecados, rechaza a los que comercian en el templo, y descubre la soberbia y la falsedad de los guías espirituales, se declara aquí Dios mismo. A veces rezamos a ese hombre bueno, justo, más cercano, siempre de nuestra parte; hace tanto tiempo que está con nosotros y como Felipe olvidamos que él, Jesús, es el Dios todopoderoso y creador en la trinidad de todo lo visible y lo invisible.
La palabra y las obras de Jesús —”si no creéis en mí creed en mis obras”— ejemplo de bondad y justicia para el ideal de comportamiento humano, deberían bastarnos para disolver nuestras dudas, vencer la incredulidad, acallar nuestra soberbia frente a los planes de Dios. “Creedme yo estoy en el padre y el padre en mí”. Se acabó el problema. ¿Qué más nos hace falta para descubrir a Dios en la persona del hijo que se hizo de nuestra carne? ¿Qué más necesitamos para sentirle cerca de nuestras carencias y debilidades? Ese Jesús amoroso, destrozado en la cruz por nuestros pecados, que muere pidiendo perdón por los que le crucifican, es Dios mismo.
Nieves Díez Taboada