En aquel tiempo, vino Jesús desde Galilea al Jordán y se presentó a Juan para que lo bautizara.
Pero Juan intentaba disuadirlo diciéndole: “Soy yo el que necesito que tú me bautices, ¿y tú acudes a mí?”
Jesús le contestó: “Déjalo ahora. Conviene que así cumplamos toda justicia”.
Entonces Juan se lo permitió. Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrieron los cielos y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: “Este es mi hijo amado, en quien me complazco” (San Mateo 3, 13-17).
COMENTARIO
Juan no fue el primero en bautizar gente. Otros antes que él ya lo hacían, aunque no bautizaban judíos, sino prosélitos. El bautismo de Juan era para todos e implicaba arrepentimiento y confesión de los pecados (Mt 3,6); Jesús no tiene nada que confesar ni de que arrepentirse, pero establece así su identidad con los pecadores que ha venido a salvar. Juan y Jesús eran primos y por el evangelio de San Lucas, podemos deducir que se conocían bien.
Hace unos días celebrábamos la Navidad con el nacimiento de Cristo en la tierra y hoy cerramos la Navidad con el nacimiento a la vida eterna. En Navidad lo divino nace en la tierra, en el bautismo nace un terrestre a la divinidad. Jesús desea compartir nuestra esencia humana, y si hay que hacer cola para bautizarse, lo hará. Esta es la frase enigmática del evangelio de hoy: “Conviene que cumplamos así toda justicia”, es decir lo que Dios quiere: que podamos verlo en nuestras miserias, pobrezas, alegrías, sufrimientos… No es un Dios abstracto a quien rezamos, ni una idea o filosofía, es un Dios personal, real, que se ha hecho hombre y lo justo era compartir todo contigo.
El bautismo es la puerta que nos abre el cielo, por la que nacemos a la vida eterna. Jesús le dijo a Nicodemo: en verdad te digo que quien no naciere del agua y del Espíritu, no podrá entrar en el reino de los cielos (Jn 3, 5-6).
Los evangelios nos describen que se oye la voz del Padre en dos ocasiones. Aquí es para afirmar que Jesús es su hijo amado y está orgulloso de él. La segunda vez, será en la transfiguración: “este es mi hijo amado… ESCUCHADLE” (Mt 17, 5).
Dios lo presenta como su hijo. El cielo se abre para indicar que entre Dios y nosotros no hay ya un abismo insalvable, quiere estar a nuestro lado y colarse como un ave en nuestras casas.
Después del bautismo en el Jordán, Jesús ya no vuelve a su trabajo en Nazaret. Aquí empieza su misión, inundado por el Espíritu del Padre, se reconoce como hijo de Dios y su vida consistirá en trasmitirnos ese amor de Dios Padre.
Inmediatamente después del bautismo, Mateo nos narra, en el capítulo 4 las tentaciones en el desierto. Es la lucha de la fe; Jesús, lleno del Espíritu Santo es probado y tentado. La fe es un itinerario personal que cada uno debemos hacer: ¿en quién creo yo?, ¿creo en Dios o en aquellos que me hablan acerca de él? La fe es una experiencia personal que no puede ser reemplazada por la obediencia ciega. No es aceptar sin más un conjunto de fórmulas. La fe no es un capital que recibimos en el bautismo y del que siempre podamos disponer. No está hecha solo de certezas, hay muchos tiempos de oscuridad a lo largo de la vida. Está hecha de fidelidad, siempre buscando a Dios. Cuando fuimos bautizados, les preguntaron a nuestros padres: ¿Qué venís a pedir a la Iglesia para vuestro hijo?; y respondieron: la fe. ¿Y que te da la fe? Respuesta: La vida eterna. La manifestación de Dios en el bautismo de Jesús era como un enfrentamiento directo contra el demonio, es como declarar la guerra al mundo y al demonio, contra instintos, deseos y pasiones. Y para nosotros es lo mismo. En esta pelea diaria tendremos la fuerza del Espíritu si estamos dispuestos a combatir, y así iremos viendo, conociendo y experimentando la fuerza y el amor de Dios.
«Éste es mi Hijo amado, en quien me complazco». Jesús recibió la aprobación del Padre celestial, que lo envió precisamente para que aceptara compartir nuestra condición, nuestra pobreza. Compartir es el auténtico modo de amar. Jesús no se disocia de nosotros, nos considera hermanos y comparte con nosotros. Así, nos hace hijos, juntamente con Él, de Dios Padre. ¡Éste es el gran tiempo de la misericordia! (Papa Francisco).