«En aquel tiempo, dijo Jesús a los fariseos: “Había un hombre rico que se vestía de púrpura y de lino y banqueteaba espléndidamente cada día. Y un mendigo llamado Lázaro estaba echado en su portal, cubierto de llagas y con ganas de saciarse de lo que tiraban de la mesa del rico. Y hasta los perros se le acercaban a lamerle la llagas. Sucedió que se murió el mendigo, y los ángeles lo llevaron al seno de Abrahán. Se murió también el rico, y lo enterraron. Y, estando en el infierno, en medio de los tormentos, levantando los ojos, vio de lejos a Abrahán, y a Lázaro en su seno, y gritó: ‘Padre Abrahán, ten piedad de mi y manda a Lázaro que moje en agua la punta del dedo y me refresque la lengua, porque me torturan estas llamas’. Pero Abrahán le contestó: ‘Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida, y Lázaro, a su vez, males: por eso encuentra aquí consuelo, mientras que tú padeces. Y además, entre nosotros y vosotros se abre un abismo inmenso, para que no puedan cruzar, aunque quieran, desde aquí hacia vosotros, ni puedan pasar de ahí hasta nosotros’. El rico insistió: ‘Te ruego, entonces, padre, que mandes a Lázaro a casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que, con su testimonio, evites que vengan también ellos a este lugar de tormento’. Abrahán le dice: ‘Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen’. El rico contestó: ‘No, padre Abrahán. Pero si un muerto va a verlos, se arrepentirán’. Abrahán le dijo: ‘Si no escuchan a Moisés y a los profetas, no harán caso ni aunque resucite un muerto’»». (Lc 16,19-31)
Este midrash dicho por Jesús a los fariseos es sobrecogedor, porque es una alegoría anticipada de su propio destino. Él mismo habría de ser ese muerto resucitado en quien cifra el «hombre rico» (Epulón) un poder de convicción tan grande como para persuadir a sus cinco hermanos de que se arrepientan.
Todo el relato está puesto en boca de Abrahán, con quien comienza la historia del Pueblo elegido por Dios. Efectivamente, Abrahán llama al «hombre rico» con el insuperable título de «hijo». Y este hijo, ya muerto y alejado de su seno, lo reivindica como «padre»; lo invoca como padre tres veces, yuxtaponiéndolo a su padre natural —en cuya casa viven sus hermanos— implorándole misericordia para él, piedad para con sus cinco hermanos y la mismísima resurrección para Lázaro.
¡Qué universo de riquezas se abre ante nosotros si conectamos este mendigo con nombre propio, Lázaro, con el del amigo del Señor al que resucitó! (Jn 11,1ss). O si conectamos esta parábola con la Transfiguración, porque aquí se alude a Moisés y Elías y queda un inequívoco “escuchadlo”.
Que Él tenía poder de resucitar a los muertos lo había demostrado con el hijo de la viuda de Naín, tal y como lo leemos unos capítulos antes (Lc 7,11ss). Pero Jesús, hablando por boca de Abrahán, le confiere más poder de convicción a las Escrituras; a Moisés y los profetas. La razón de la preeminencia es muy sencilla: ellos “hablan”, siguen vivos pronunciando palabras del Dios vivo, y lo que corresponde es “escucharlos”. Porque nos han sido dados como un regalo inconmensurable; tenemos a Moisés y a los profetas. Ese es el signo de predilección y el vínculo que nos erige en Pueblo: indican el camino de la vida. «Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza» (Jr 17,7).
Porque Dios es un Dios de vivos; Abrahán dialoga en tiempo presente y el hombre rico, ya enterrado, implora y porfía. La historia continúa tras la muerte. De ahí que la resurrección de un muerto no arregle la dureza de corazón, que la mira con desdén y niega la evidencia. La solución está en la «escucha» de Moisés y los profetas. Escuchar es el presupuesto de los mandamientos (Dt 6 ,3-4).
Por ellos ya ha habido un juicio. Puede parecer excesivo que por el mero hecho de ser un hombre muy rico —la púrpura era regia y el enterramiento privilegio de pocos—vaya al infierno sin mayor debate, pero su padre Abrahán —»tenemos por padre a Abrahán» fue una alegación que no convenció a Jesús (Lc 3,8)— se lo justifica sin ambages: «Hijo, recuerda que recibiste tus bienes en vida», es decir; haz memoria de que pudiendo y debiendo apiadarte de Lázaro te desentendiste por completo del pobre que esperaba las sobras de tu mesa. Hasta los perros demostraron una superioridad moral a ti al ocuparse de sus «llagas».
El problema es que el juicio es definitivo: se abre un abismo inmenso que impide pasar de una orilla a otra. Abrahán no es Todopoderoso; nada puede hacer para intercomunicar «su seno» con el infierno. Nadie puede pasar de un sitio al otro.
El argumento del rico es la ignorancia, si él hubiera sabido lo que le aguardaba — «me torturan estas llamas», «este lugar de tormento»—, si de veras hubiera asumido que existe el infierno, entonces su comportamiento hubiera sido otro. Pero no, no es verdad que tenga derecho a sorprenderse. Tanto él como sus hermanos «tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen». No basta tenerlos, hay que pasar a «escucharlos», a prestar atención a lo que dicen, no limitándonos a «oírlos» o a «saberlos». Jesús está refrescando el presupuesto de todo, el mensaje por antonomasia: «Escucha Israel», haz tuyo cuanto te digo. Lo explicita ya resucitado: «Es necesario que se cumpla todo lo que está escrito en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos acerca de mí». (Lc 24, 44).
Pero Moisés, los profetas y los salmos, confirmados en y por Jesús, siguen diciendo que te ocupes del pobre, del que se conforma con lo que te sobra, pero que ¡oh sorpresa! está cerca de ti, echado en tu portal. Y si no lo ves, aunque resucite un muerto —¡que ciertamente ha resucitado!— no harás caso. El culto verdadero es ocuparse del huérfano y la viuda, de los desprotegidos, de los que no tienen valedor; y en todos los ámbitos de la existencia, especialmente los espirituales, los específicamente «humanos». Porque hay muchas viudas con marido que no ha muerto y muchos huérfanos con padres vivos… y entretanto nosotros banqueteamos espléndidamente cada día. El que tenga oídos para oír que oiga.
Francisco Jiménez Ambel