Jesús se fue al monte de los Olivos.
Pero de madrugada se presentó otra vez en el Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles.
Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?»
Esto lo decían para tentarle, para tener de qué acusarle. Pero Jesús, inclinándose, se puso a escribir con el dedo en la tierra.
Pero, como ellos insistían en preguntarle, se incorporó y les dijo: «Aquel de vosotros que esté sin pecado, que le arroje la primera piedra.» E inclinándose de nuevo, escribía en la tierra.
Ellos, al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos; y se quedó solo Jesús con la mujer, que seguía en medio.
Incorporándose Jesús le dijo: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?»
Ella respondió: «Nadie, Señor.» Jesús le dijo: «Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más» (San Juan 8, 1-11.)
COMENTARIO
Los mensajes centrales de Juan están claros. Jesús es misericordia, Jesús no se asusta ni escandaliza de nada, Jesús perdona los pecados y reinicia la vida de gracia en aquel Templo suyo y de su Padre, ahora ocupado por la Ley mal interpretada..
Pero hay mensajes escritos en las esquinas de los textos, o como aquí, en el suelo de tierra del Templo, que tienen una belleza y gracia insuperables. Las manos de Jesús hacían cosas que no eran corrientes en aquellos hombres, y algunas expresamente prohibidas por la Ley con la que querían comprometerlo los que nunca parecían mirar a la tierra, como tocar a un leproso, o curar en sábado imponiendo las manos. A veces se untaba las manos de su propia saliva, o de barro, y es un precioso ejercicio leer el Evangelio buscando lo que se dice de las manos de Jesús. ¡O de sus de sus ojos! Porque su manos y sus ojos también son Evangelio. Jesús no sólo es palabra, sino el Verbo, la acción y la pasión de Dios en la tierra
En la escena de la mujer adúltera, Juan se fija e insiste en sus dedos: escribían en la tierra sagrada del Templo, mientras los acusadores tenían ya piedras en sus manos para lapidar a una mujer adúltera flagrante según ellos, porque no llevaron allí ante Jesús y pueblo ni testigo, ni prueba, ni contraparte interesada alguna, aunque para adulterar se necesitan dos al menos. Sólo la mujer, los fariseos, el pueblo y la Ley. Jesús se limitó a escribir en tierra y esperar a que se calentara aún más el ambiente que para ellos era su forma de lucirse, con el pretexto de hacer justicia ajusticiando, sin justificar sin misericordia.
Y él siguió escribiendo en la tierra, hasta que puesto ya en las últimas para que respondiera antes de la lapidación, dijo: “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”. No dijo más. Y todos los que llevaban piedras, las dejaron caer y se fueron retirando, empezando por los más viejos.
Es difícil pensar que hubo una repentina y colectiva conversión. Jesús tenía fuerza en la palabra, pero ellos eran sordos a la voz de Dios. Solo les importaba su imagen pública, su fama de santos y cumplidores de la Ley ante aquella gente que llenaba ahora la plaza del templo. De hecho insistían una y otra vez: ¿Tú qué dices? Y Jesús seguía escribiendo en la tierra.
Entonces ocurrió el milagro. Jesús con una mano escribía en la tierra unas letras grandes y claras que podían leerse desde lejos, y con la otra les invitaban a que leyesen lo que estaba escribiendo. Cuando los más viejos bajaron la vista hacia la tierra y vieron lo que escribía Jesús, tiraron las piedras y salieron huyendo templo abajo, hasta desaparecer del escenario. Y con ellos todos sus seguidores, incluso sus esposas que seguramente eran las que habían descubierto el flagrante adulterio, vigilando a sus propios maridos, y estaban deseando escarmentar a la mujer réproba, para ellas quedar bien.
¿Qué escribía Jesús que fue tan efectivo? No fue algo de la Sagrada Escritura porque los escribas y fariseos eran expertos en interpretarla a su modo para saltársela. Jesús sentado casi en el suelo, agachado y escribiendo en la tierra, estaba unido a lo más humilde y humillado de aquel templo, a una mujer a punto de morir por su pecado, masacrada por los mismos hipócritas que muy pronto le matarían a Él. Jesús los conocía bien, uno por uno y por sus nombres, su conciencia y sus intimidades. Lo dice el mismo Juan, “Él conocía lo que hay en el hombre y no necesitaba que nadie le dijese nada”. Por eso, cuando aquellos pecadores gritaban piedra en mano, Él se puso a escribir sus nombres propios en la tierra, con los días y fechas concretas en que ellos visitaban a la misma mujer que ahora querían lapidar. Incluso escribió los nombres de alguna de sus esposas que tanto gritaban.
Cuando los más viejos escucharon la voz imperativa, serena y condenatoria de Jesús que, resonando en todo el atrio decía ¡“El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”!, y se dieron cuenta de lo que seguía escribiendo Jesús, antes de que hubiese escrito ni un nombre más de los que allí estaban, tiraron al suelo las piedras, y salieron huyendo. Las voces de sus esposas detrás de ellos auguraban un día tormentoso para alguno. Y aprendieron que usar a los humildes y a Jesús para los propios fines, nunca sale gratis.
Al quedarse solo con la mujer, Juan nos cuenta una de las escenas más tiernas de su Evangelio, para enseñarnos que Jesús es pura misericordia. ¡Ni siquiera condenó esta vez a los escribas y fariseos! Tan solo puso al aire su pecado.
A veces llevamos muchas piedras en las manos, en los ojos, en las palabras, en nuestros juicios y en nuestras actitudes, y si no miramos a la tierra y a las personas en sus circunstancias, alguien puede salir descalabrado o nosotros mismos, heridos por los propios guijarros.