«En aquel tiempo, dijo Jesús: “Os aseguro que el que no entra por la puerta en el aprisco de las ovejas, sino que salta por otra parte, ese es ladrón y bandido; pero el que entra por la puerta es pastor de las ovejas. A este le abre el guarda, y las ovejas atienden a su voz, y él va llamando por el nombre a sus ovejas y las saca fuera. Cuando ha sacado todas las suyas, camina delante de ellas, y las ovejas lo siguen, porque conocen su voz; a un extraño no lo seguirán, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños. Jesús les puso esta comparación, pero ellos no entendieron de qué les hablaba. Por eso añadió Jesús: “Os aseguro que yo soy la puerta de las ovejas. Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon. Yo soy la puerta: quien entre por mí se salvará y podrá entrar y salir, y encontrará pastos. El ladrón no entra sino para robar y matar y hacer estrago; yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante”». (Jn 10,1-10)
Juan proclama al Buen Pastor, vencedor de todos esos males. Solo usa ese término en este capítulo, porque para él, desde su vocación, Jesús más que Pastor, es el «Cordero de Dios», que quita el pecado del mundo (Jn 1,36). O el «Cordero degollado», único capaz de abrir el libro de la vida (Ap. 5).
«Pastor», en singular y referido a Dios, casi no se usa en los Evangelios. (Mateo 4 veces, Marcos 2. Lucas ninguna,). Aquellas llamadas de los Salmos —«El Señor es mi pastor, nada me falta» (23)… «Pastor de Israel, escucha…» (80) — pocas veces las oyó Jesús en su vida pública, referido a Él. Tuvo que identificarse a grito abierto: «¡Yo soy el Buen Pastor…!», y ni aún así lo entendieron. Muchos de los discípulos, eran pescadores, y sabrían poco de ovejas y de lobos.
Buen Pastor, más que un título Real de Jesús, es aquí el contraste necesario para hacer un retrato de la buena oveja, anunciando otros signos identificativos, necesarios, para su rebaño Iglesia: el redil, la puerta, el guardián de la puerta, lobos, salteadores y bandidos, asalariados egoístas, pastos sabrosos, un nombre para cada oveja… y voces extrañas que las llaman. Pero al fin, surge la inconfundible voz del único Pastor Hermoso (poímen o kalós dice el griego). Era una forma de vivir de un pueblo humilde, el Israel de siempre, de patriarcas y profetas, que sigue siendo válida para el nuevo pueblo, como figura tierna del amor de Jesús a su «pequeño rebaño», y la exclusividad de su pastoreo, que los suyos conocen por instinto de supervivencia.
Las buenas ovejas son las del Buen Pastor. No es gregarismo ciego, tienen una virtud latente, infalsificable: el discernimiento o «diacrisis». No solo conocen la voz segura de su dueño, sino que saben y pueden desechar otras voces. Al suyo lo siguen, a los otros no. Son radicalmente libres. ¡Quien lo diría! Un rebaño de hombres libres, que sintetizan todos los contrarios. Son pecadores santos, los pobres más ricos, los siervos señores de sí mismos, los tontos más listos, los corderitos que vencen a las fieras.
Son las marcas de tu preciosa relación de amor en las que te encontramos todavía, Pastor y pasto eterno: Escuchar tu voz que llama a cada uno por su nombre… entrar por ti, salir fuera contigo… seguirte sin miedo… porque Tú vas delante, siendo camino y puerta del rebaño… Al encontrar tus pastos, el alimento tuyo que es Palabra, se nos abre el oído de escucharte, Pastor de luces, en tu voz de la Iglesia, como tu Voz de Dios.
«Conocer» a Dios será importante, pero el consuelo está también en la pasiva, «ser conocido». Pastor y ovejas se “conocen” mutuamente. Parece cosa simple, pero es la misma esencia del amor, de la vida sin tiempo ni tapujo alguno; la intimidad total, tan vinculante, segura, placentera y comprometedora para ambas partes, que Tú ya diste la vida por tus ovejas, y ellas te seguirán hasta donde haga falta, no hay alternativa. A veces lo más duro será dejarse amar hasta ese extremo tuyo. ¿Quién podrá igualarte?
En pleno Tiempo Pascual, se entiende mejor lo de «entrar, salir y encontrar pastos». Con tu cruz y resurrección, te hiciste puerta abierta hacia la casa del Padre, donde está el alimento de su Palabra viva, esencia del amor que proclamaba Juan cuando escribía, y en su Evangelio, en clave de amor, vuelves a usar la relación pastoril, al preguntarle a Pedro por tres veces: «¿Me amas?… ¿me quieres más que estos?… Apacienta mis corderos,… pastorea mis ovejas… apacienta mis ovejas» (Jn 21) Buena encuesta para un pastor supremo, el Pedro de aquel día y el de hoy. No solo tiene que pilotar la barca, sino dar de comer a las ovejas. Lo llamaste a ser pescador de hombres, y ahora lo haces pastor de ovejas entre lobos, salteadores y bandidos. Y además, como dice la lectura de Hechos, enterrar sus escrúpulos legalistas, matar y comer animales impuros para cualquier israelita. Aquel Pedro que te había negado, Maestro y Pastor supremo, ahora te amaba total y apasionadamente.
Las escenas pastoriles del evangelio no son idílicas. Suponen un entorno de lobos, algunos disfrazados de ovejas; de pastores a sueldo, cobardes, de caminos errados, de perdición… Sin Ti, Buen Pastor, no habría cómo salvarse de barrancos y fieras. «Todos los que han venido antes de mí son ladrones y bandidos; pero las ovejas no los escucharon». ¡Terrible afirmación! ¿Y después de ti, qué pasará ahora? Háblanos tú, Pastor querido. Que tu siervo Francisco amanse de nuevo a los hermanos lobos.
Manuel Requena