EL que viene de lo alto está por encima de todos. El que es de la tierra es de la tierra y habla de la tierra. El que viene del cielo está por encima de todos. De lo que ha visto y ha oído da testimonio, y nadie acepta su testimonio. El que acepta su testimonio certifica que Dios es veraz.
El que Dios envió habla las palabras de Dios, porque no da el Espíritu con medida. El Padre ama al Hijo y todo lo ha puesto en su mano. El que cree en el Hijo posee la vida eterna; el que no crea al Hijo no verá la vida, sino que la ira de Dios pesa sobre él (San Juan 3, 31-36).
COMENTARIO
Nicodemo, el del corazón inquieto y mente llena de dudas, ha ido de noche a hablar con Jesús. No acaba de entender lo que le está diciendo, que debe nacer de nuevo para tener vida eterna. Jesús sabe que no está preparado para ello, porque aún no ha nacido de Dios. Nicodemo todavía pertenece a este mundo, es de la tierra y, como terreno, no puede comprender lo que viene del cielo.
Cristo viene del Padre y habla de lo que ha visto junto al Padre, pero ¿quién puede entender su testimonio? Antes es preciso morir a las cosas de la tierra y nacer de lo alto. Se nos tiene que conferir una nueva naturaleza. Cristo viene precisamente para darnos este nuevo modo de ser, un ser celeste, no terrestre. Lo dirá después refiriéndose a sus discípulos: ellos están en el mundo, pero no son del mundo pues al elegirlos Jesús los ha sacado del mundo y les ha dado su Espíritu sin medida, con superabundancia, para que tengan vida y vida eterna.
Nicodemo no acaba de creer, todavía no se ha despojado del todo de sus viejos criterios, sigue pensando cómo el mundo, tendrá que hacer un largo recorrido hasta que reconozca en este oscuro profeta de Galilea al verdadero Cordero, el Cordero sin mancha, apto para el sacrificio, que debía traer la salvación y la vida al mundo. Allí, al pie de la cruz de Jesús, el viejo fariseo, derribadas las torres de su razón, reconocerá a Cristo y las cosas que vienen del cielo.
Es necesario creer en Cristo, pasando por encima de nuestros criterios, porque son los del mundo, necesitamos convertirnos a Cristo, pensar, desear y vivir de acuerdo con la Verdad que viene de Dios, sólo así tendremos vida eterna, la que nos da el Hijo del Hombre, el enviado del Padre para que tengamos vida en abundancia.
También hoy necesitamos despojarnos de las cosas de la tierra y aceptar a Cristo con todas las consecuencias. Si seguimos atados a los pensamientos del mundo, como lo están todavía algunos sectores dentro de la Iglesia, no podremos aceptar el testimonio que viene del cielo. Cierto que el hombre terreno no puede amar por encima de las contrariedades y de la muerte, a aquel que no nos corresponde o que nos hace daño; cierto que el hombre terreno aspira al poder y exige cuotas de control y de decisión, pero no hemos de hablar al hombre de la tierra sino al redimido por la sangre de Cristo, el cual no es ya del mundo ni le pertenece, sino que es ciudadano celeste, con la misión que le ha sido conferida por Cristo mismo: la de ser testigos de su muerte y resurrección hasta que Él vuelva. Este es un cristiano, pero el cristiano no es como el hombre del mundo que no puede amar al enemigo, que no entiende su sexualidad y desea alcanzar cuotas de gobierno. No somos como los demás, somos cristianos y nuestra misión no es la de ser servidos sino la de servir, como Cristo, y dar la vida por el mundo al que somos enviados, aun cuando el mundo nos odia, como le odió a Él, pero es dando la vida como el mundo recibe la vida; es muriendo como se resucita y se alcanza vida eterna.