Hace algunos meses, durante una guardia en el hospital, me avisaron para que atendiese a un paciente de 30 años que había sufrido un empeoramiento brusco en su situación clínica. Llevaba varios días ingresado por una infección respiratoria.
Revisé la historia clínica del paciente. Roberto había sufrido un accidente de tráfico a los 18 años que le dejó como secuela una tetraplejia. Tan sólo podía mover la cabeza, necesitaba ayuda para todas las actividades básicas de la vida y se desplazaba en una silla de ruedas especial. Sus funciones mentales estaban intactas.
Desde hacía tres días permanecía ingresado por una neumonía. Había vivido ya innumerables episodios similares, algunos muy graves, que le llevaron al borde de la muerte. Su capacidad pulmonar era limitada y cualquier pequeña infección respiratoria le comprometía mucho, por lo que acababa con frecuencia en el hospital.
¿algo más que una evidencia?
La única cuidadora de Roberto era su madre, una mujer viuda de unos 60 años, que no se separaba de la cabecera de la cama en la que estaba una vez más su hijo ingresado, esforzándose en respirar. La evolución de su neumonía en los primeros días había sido buena, pero esa noche había presentado un inesperado empeoramiento.
Después de explorar al paciente y dar instrucciones al personal de enfermería, salí de la habitación al pasillo en donde me esperaba la madre de Roberto. Con rostro sereno y cansado, escuchaba mis explicaciones sobre la situación de gravedad de su hijo y las medidas que íbamos a tomar para sortear el empeoramiento que se había producido. Ella no preguntó nada, no pidió ninguna explicación técnica más detallada de las que le expuse, no me preguntó el pronóstico ni mostró ninguna desconfianza hacia las personas que nos estábamos ocupando de la grave situación de su hijo. Cuando terminé de hablar, me miró fijamente a los ojos y con voz entrecortada me dijo: “Cuídemelo, doctor, ¡es mi hijo!”.
Aquella frase tan simple y tan obvia, no sé por qué motivo, me causó mucho impacto. Volví a la habitación junto al enfermo, pensativo. La petición de esa mujer, “cuídemelo”, ¿era una simple obviedad? Era evidente que en eso estaba ocupado. Entonces, ¿era una frase hecha que se dice en esas circunstancias, como se podía decir otra, o quizá albergaba algún mensaje más profundo?
jueces arbitrarios del valor de cada vida
El paciente empezó a mejorar. Algunas de las personas que participaban en los cuidados de Roberto en ese momento de crisis, hacían su trabajo de forma rutinaria. Estaba próximo el fin del turno y otras auxiliares, enfermeras y celadores, vendrían a reemplazarlas; el cansancio a esas horas era manifiesto. Yo también estaba muy cansado. Eran muchas las personas que precisaba Roberto en esos momentos para su confort y alivio.
Mientras se atendía al enfermo, se dejaba caer algún comentario en voz baja referido al pobre Roberto, que seguía tratando de remontar a golpe de respiraciones su grave situación: “¡Qué vida más penosa…”; “Para vivir así, es mejor morirse…”; “Y esa madre…, todos los días al pie del cañón, sin descanso…, esto yo no lo aguantaría”; “Una vida así no merece la pena ser vivida”; “Lo mejor que les podría pasar en el fondo, a él y su madre, es que esta neumonía se lo llevase definitivamente y así descansarían de una vida tan horrible”…
Yo guardaba silencio, sin separarme del paciente que, gracias a Dios, parecía responder a la medicación. No paraba de pensar en la sencilla petición de aquella madre y de su argumento: “Cuídemelo, doctor, ¡es mi hijo!”.
Entre medias escuchaba los comentarios que sobre la precaria calidad de vida del paciente hacía el personal auxiliar, y me puse a pensar en las innumerables veces que esa pobre madre habría visto a su hijo en una situación similar; probablemente alguna vez habría tenido que escuchar alguno de esos comentarios sobre la baja calidad de la vida de su hijo. Fue entonces cuando empecé a entender el profundo sentido de aquella sencilla frase.
La persona que más cansancio debería tener era la que más ardientemente pedía poder seguir ocupándose de su hijo. Precisamente quien mejor conocía hasta qué punto su hijo era un minusválido era quien rogaba que salvase su precaria vida. Sin embargo, los que más indiferencia sentían por la vida de Roberto eran sus cuidadores circunstanciales por turno; los que juzgaban su vida de minusválido como indigna de ser vivida, eran los que la veían tan sólo de lejos.
la medida del amor es amar sin medida
Aquella madre me estaba avisando para que viese más allá de la fragilidad física de Roberto, para que viese a una persona y por ese motivo un ser querido, un hijo que lo era todo para su madre, incluso en su miseria física. El amor de aquella madre por su hijo reclamaba de mí en ese momento el profundo respeto por la vida de esa persona, por encima de la debilidad de su enfermedad.
La madre de Roberto parecía haberme dicho: “Sé que es un paciente especial, una piltrafa humana; sé que no es motivador cuidar trabajosamente de una persona así, tan poco útil…; pero ¡es mi hijo!…” Creo que aquella mujer resumió en aquella simple frase todo un tratado de humanidad.
El motor de la vida es el amor, el que damos y el que recibimos. Aquella mujer amaba a su hijo de verdad, como aman las madres siempre. Lo amaba por encima de sus enormes carencias físicas e incluso por ellas mismas más todavía. Para ella, cuidar de su hijo con entrega era un suceso natural, fruto del amor. Para nosotros esa situación, sin tener el vínculo filial, era un trabajo especialmente complejo y duro. Aquella madre gritaba la dignidad de su hijo, a pesar de su enfermedad y de su dependencia y lo hacía invocando al amor, ese sello que hace grande y diferentes a los seres humanos: “Cuídelo, es valioso, es mi hijo, es una persona querida”.
hermanos bajo la mirada amorosa de un mismo Padre
Luego trascendí esas palabras y me acordé de otros tantos casos como el de Roberto, en los que ni siquiera una madre está en el pasillo, al otro lado de la puerta de la habitación esperando a que el médico salga para decirle cómo está su hijo: ancianos abandonados en hospitales que parece no tener a nadie que los quiera; indigentes llevados al hospital al ser encontrados en las calles, sin familia ni amigos; personas con gravísimas discapacidades abandonadas en centros de cuidados especiales, que nunca reciben una visita… Y cuántos más habrá así en hospitales del Tercer Mundo, en donde el sufrimiento físico y la soledad es lo cotidiano…
Pero todos ellos también tienen alguien que los quiere… Dios es la madre que está en la cabecera de la cama de todos los abandonados de tantos hospitales, la madre que espera serena la mejoría de sus hijos, aquellos que no tienen a nadie en esta vida.
La dignidad del ser humano, el auténtico y profundo valor de la persona brota de su condición de hijo de Dios y, por lo tanto, del amor que nos tiene como hijos suyos.
Nuestro Padre del Cielo garantiza con su amor que cualquier hombre que sufre sobre la tierra tiene valor porque es amado por Él, sencillamente por eso.