En aquel tiempo, Juan, que había oído en la cárcel las obras del Mesías, mandó a sus discípulos a preguntarle.
«¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?».
Jesús les respondió:
«Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo: los ciegos ven, y los cojos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y los pobres son evangelizados. ¡Y bienaventurado el que no se escandalice de mí! ».
Al irse ellos, Jesús se puso a hablar a la gente sobre Juan:
«¿Qué salisteis a contemplar en el desierto, una caña sacudida por el viento? ¿O qué fuisteis a ver, un hombre vestido con lujo? Mirad, los que visten con lujo habitan en los palacios. Entonces, ¿a qué salisteis?, ¿a ver a un profeta?
Sí, os digo, y más que profeta. Este es de quien está escrito:
“Yo envío mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti”.
En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista; aunque el más pequeño en el reino de los cielos es más grande que él».(Mt 11, 2-11)
El tercer Domingo de Adviento, llamado también Gaudete, nos abre ya con urgencia el corazón a la esperanza. La liturgia de este día viene por eso sembrada de exhortaciones a la alegría: Sí, gaudete in Domino semper, “alegraos siempre en el Señor” porque, como dice San Pablo a los cristianos de Roma, “ahora nuestra salvación está más cerca que cuando empezamos a creer”. Así también desde hoy nuestra espera ha de ser más gozosa, atrayendo al corazón la firme certeza de que el Señor llega pronto.
Y a pesar de toda esta alegría, el Evangelio de San Mateo nos presenta a Juan en la cárcel, apresado por Herodes en el palacio fortaleza de Maqueronte, edificado en las alturas desoladas de Moab en la ribera oriental del Mar Muerto. Aún sintiendo un profundo respeto por la vida ascética ejemplar del Bautista, el rey adúltero seducido por la danza de Salomé y esclavo de su vicio, cayó en las redes de las intrigas mordaces de Herodías y encarceló a Juan que denunciaba su pecado. Tal vez por el respeto que Herodes sentía por él, sus discípulos tenían, no obstante, libre entrada en esta prisión. Iban y venían y daban cuenta a su maestro de los milagros que Jesús obraba y de la fama que iba adquiriendo por todas partes.
“¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” es la pregunta que Juan remite a Jesús por medio sus discípulos. Algunos comentaristas afirman por ésta que ni siquiera Juan se libró de la oscuridad de la fe, pues no gozaba desde el principio de una plena comprensión del proyecto de Dios. Los no católicos incluso declaran que llegó a dudar si Jesús era el Mesías, cosa que obviamente resultaría difícil teniendo en cuenta la acción del Espíritu Santo en Juan desde el principio. Otros piensan que el Bautista hacía esta pregunta llevado de cierta impaciencia por la lentitud con que Cristo procedía en su manifestación como el Mesías esperado y como el juez anunciado en su predicación. Y finalmente hay quienes dicen que la embajada de Juan era con miras a sus discípulos, queriendo mostrarles aquella dignidad mesiánica que todavía eran reacios a reconocer.
Sea cual fuere la intención de la pregunta, la respuesta de Jesús no se hace esperar y proclama con sus obras el mesianismo anunciado por Isaías: “Los ciegos ven y los inválidos andan; los leprosos quedan limpios, y los sordos oyen; los muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia el evangelio”.
Todas estas obras hablan por sí mismas, y resonarían además en los oídos de aquellos hombres como el eco de antiguas profecías esperadas durante siglos por el pueblo judío. ¡Y qué gozo para el alma reconocer a este Mesías que trae la misericordia por encima de la justicia!. ¡Dichoso! -dice Jesús- el que no se escandalice de Él, sino que se convierta y crea. ¡Dichosos!, también hoy, los que seguimos esperando su venida en gloria y aguardamos con María cada Navidad el reencuentro con la encarnación del Verbo. Por eso en las Iglesias y en los hogares cristianos se alzan cánticos de alegría y esperanza: ¡Ven Señor Jesús!, ¡ven sin tardar!, salgamos a su encuentro con las lámparas encendidas: con la esperanza cierta, con la fe firme y con la caridad ardiente. Salgamos con María, que nos irá llevando de su mano y adentrará al alma orante en la contemplación humilde y gozosa del misterio de un Dios que, por amor al hombre, se hizo carne en su carne. Amén.