“Los judíos agarraron piedras para apedrear a Jesús. Él les replicó: “Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿Por cuál de ellas me apedreáis?” Los judíos le contestaron: “No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo un hombre, te haces Dios”. Jesús les replicó: “¿No está escrito en vuestra ley: Yo os digo sois dioses? Si la Escritura llama dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y no puede fallar la Escritura, a quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿decís vosotros: ¡Blasfemas! Porque he dicho: Soy Hijo de Dios?” Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre”. Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les escabulló de las manos. Se marchó de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde antes había bautizado Juan, y se quedó allí. Muchos acudieron a él y decían: “Juan no hizo ningún signo; pero todo lo que Juan dijo de este era verdad”. Y muchos creyeron en él allí” (San Juan 10, 31-42).
COMENTARIO
Se lo acababan de preguntar los judíos en Jerusalén, en la fiesta de la Dedicación, cuando Jesús se paseaba por el pórtico de Salomón. Y Jesús les respondió: “Yo y el Padre somos uno? y les recriminaba porque no le creían, “…porque no sois ovejas mías”, por eso cogían piedras para apedrearlo.
Estamos ante el supremo argumento que utilizan los judíos contra Jesús porque le dicen: “No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo un hombre, te haces Dios”. Es el mismo argumento que llevará a Jesús hasta la muerte, cuando después de su prendimiento en el Huerto de los Olivos y conducido ante el Sanedrín, se le formula la pregunta definitiva: “Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios”, y Él les dijo: “Vosotros lo decís, yo lo soy”, y ellos dijeron: “Qué necesidad tenemos ya de testimonios? Nosotros mismos lo hemos oído de su boca” (Lucas 22, 70-71).
Entonces, a Jesús no le dejaron margen alguno para su defensa, y les dijo la verdad, que Él como Hijo de Dios, era verdadero Dios, pero ellos no estaban en condiciones de aceptar su palabra, pues solo lo veían como un hombre. Entonces, ante el Sanedrín, ya eran los instantes definitivos de su vida como hombre, y todo estaba a punto de consumarse conforme a la voluntad del Padre. Ahora, paseando por el pórtico de Salomón, todavía se atreve a razonar con ellos, pues es lo cierto, que había realizado milagros portentosos que estaban al alcance de todos, y que los que le preguntaban no podían ignorar. Pero de la misma manera que antes, hipócritamente, le pidieron los signos que podían justificar sus palabras, ahora, le acusan del pecado de blasfemia que estaba penado con la muerte.
Por eso Jesús les dice: “Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre”. A pesar de lo cual intentaron detenerlo, aunque Él se escabulló de sus manos.
Quede para nosotros la certeza de cuanto Jesús dijo, y aunque ellos no le creyeron, nos dice el evangelista para nuestra instrucción que muchos acudieron a Él y decían: “Juan no hizo ningún signo; pero todo lo que Juan dijo de este era verdad”. Y muchos creyeron en él allí”.