Confieso que yo he sido siempre una de esas idealistas que, treinta, cuarenta, cincuenta años atrás y más, mientras la juventud florecía, explotaba en años de efervescencia y maduraba con el paso del calendario, me creía que, por definición, debía ser feliz. Era como una exigencia natural —algo así como el “deber ser” del gran filósofo de los valores Max Scheler— concomitante con un cierto equilibrio por haberme encontrado de bruces con la verdad y el bien. Tardé no poco en comprender que las cosas son como son y no como deben ser, como decía más bien mi abuela
Poco, muy poco, me preguntaba por la gratuidad de ese encuentro con la Verdad y el Bien, vividos y disfrutados en el seno de la Iglesia, como paso igualmente natural de una familia “sin problemas” que nace, crece y vive en ella. Creía en Dios desde pequeñita y por tradición, porque era lo que se bebía y comía en casa; éramos seis hermanos, chico y chica por turno, como en una rifa: yo era la cuarta. Hice mi primera comunión como se hacía entonces, fui a un colegio de monjas, empecé a hacerme mayorcita y teníamos una situación social sin graves problemas: de cuando en cuando rezábamos el rosario en familia, especialmente los sábados; todos teníamos una buena posición cultural —fui una de aquellas privilegiadas que pude ir a la universidad—, de modo que todo, estructura personal, familiar y ambiental, se desarrollaba dentro de la Iglesia, viviendo aquella vida cristiana, que parece debía conllevar a la felicidad y desembocar en ella con la misma naturalidad que desembocan los ríos en la mar.
¡Cuán desenfocados estaban mis ojos! Voy a saltarme aquí todo lo relativo a mi vida matrimonial y a mis hijos, que, ciertamente, son un capítulo importantísimo en mi vida, pero que está igualmente teñido de esos altibajos en busca de la felicidad y eso es para otro capítulo aparte.
El primer equívoco, desengaño o ambigüedad nacía del concepto mismo de felicidad, que todo el mundo entiende como ese estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien. Por supuesto que no me reducía a una felicidad proveniente del consabido disfrute del dinero con todos los placeres que éste proporciona. Nuestra mentalidad era aquella de que el dinero no da la felicidad, pero la ayuda. Tampoco me limitaba a una ausencia budista de dolores y pasiones, en un acaramelado nirvana, que por otra parte no entendía muy bien.
No, mi mente sobrevolaba más alto y, con ella, quería enganchar el corazón a esas alturas, mientras mi soma, por fortuna, tiraba hacia abajo descaradamente. Y digo “por fortuna”, porque el contraste con la realidad nuestra de cada día (algo que me venía solito sin buscarlo, a diferencia de la oración diaria del padrenuestro —“el pan nuestro de cada día”—, que se había convertido en algo bastante rutinario), me hizo chocar con la tierra-tierra, dándome de cuando en cuando más de un batacazo.
No, no era feliz: había un hiato en mi interior que imposibilitaba la armonía y la belleza de aquella Verdad y Bien que creía mi patrimonio natural como dote de mi nacimiento en una buena familia y salario, debido al buen ambiente en que me desenvolvía…
Hoy, llegando al umbral del ocaso de mi vida, reconozco que así no era feliz, que han pasado muchos lustros sin saborear la verdadera felicidad. Tampoco se trata ahora de plañir desgracias sin cuento por todo ello, pues también es verdad que he querido a amigos del alma que, a su vez, me han amado entrañablemente; he descubierto —¡qué tarde!— cuánto me habían querido mis padres y cuánto he empezado yo a quererlos ya de mayor, ahora que hace más de veinte años que dejaron este mundo; he tenido siempre trabajo y casa propia, me casé y tuvimos también seis hijos que hemos sacado adelante, todos con carrera universitaria y ya casados; mi salud ha sido aceptablemente buena -ahora la artritis me hace renquear-, mezclada con arcos de tiempo de enfermedades, las suficientes para conocer lo puntiagudas que son las orejas del lobo y mascar los sinsabores y desencantos de la vida.
En fin, estos son los ingredientes normales de la vida de una persona más o menos normal, en un ambiente y país más o menos normal, que, por no se sabe qué fórmula sociológica, debería ser normal. Pero, efectivamente, ocurre que lo normal es que la felicidad que ansía el corazón está bastante ausente y, aunque no abunden los sinsabores que te amarguen la vida, casi nada tiene el sabor de la felicidad anhelada.
Si digo que quien diga que es feliz, miente, se me va a echar encima medio mundo y el otro medio no me va a mirar bien… o, quizás, porque a ese otro medio se le da por descontado que no es feliz. Y la verdad es que estamos muy instruidos y experimentados de que los ricos, los famosos, la gente guapa, los “vips”, los elegantes, la “jet society”…, generalmente no son felices. De hecho son los que con más frecuencia necesitan alienarse porque ya han probado de todo pero nunca felicidad alguna, ni en su dinero ni en sus placeres. Del resto de la gente, la gran masa que vive al día, en medio de su pobreza, enfermedades y otras lacras sociales, por lo general son igualmente infelices, porque en el fondo envidian a los primeros y quieren ser como ellos. Aquéllos van por la vida huyendo hacia delante a ver si encuentran un nuevo placer que les borre la insatisfacción del placer anterior; los otros van persiguiendo algo que saben, desde su punto de partida, que no van a alcanzarlo nunca.
Después de más de setenta años zascandileando por la vida, dando más la nota como una vulgar cantamañanas que rindiendo la serena imagen de una supuesta ancianita provecta, adornada por las canas y las arrugas del rostro, viuda y sola desde hace diez años, confieso que hace poco he descubierto y sé dónde está la felicidad. Lo más fácil es, por exclusión, constatar que todo lo que consideramos como fuente de felicidad no lo es, incluso es un engaño alienante, que nada tiene que ver con el manantial de la felicidad que, como un imán, me atraía desde mi niñez: Jesucristo resucitado vivo entre nosotros, presente en mi vida y que se ocupa de mí, que me ama antes de conocerlo y amarlo yo.
De Dios dicen que es Luz, Verdad, Amor, Bien, Belleza… y, también Misericordia, Ternura, Perdón…, pero no de un modo teórico, técnico o puramente especulativo, como quien afirma la veracidad de una fórmula matemática, por ejemplo que dos y dos son cuatro, y nos quedamos tan frescos si el resultado es o no cuatro.
Pero atisbamos muy poco de cuanto es Dios; por ejemplo, que Dios es Luz cuando tomamos conciencia de que nuestros conocimientos y experiencia sobre la luz se reducen siempre a una luz creada, que sólo debe ser una palidísima imagen —reflejo en este caso— de la Luz increada, aunque esta nuestra luz creada sea tan potente como millones de soles; que tenemos harta experiencia de las tinieblas, esto es, de corazones oscuros y vidas tenebrosas; que lo que consideramos vida no resiste nunca el paso del tiempo y la muerte nos atenaza y acaba envolviéndolo todo en la caducidad; que el amor que con tanto ímpetu buscamos, tantísimas veces se deshace en una fuerza centrípeta y egoísta que nos sume en la desazón continua de un equilibrio inestable, cuando no es una pura y dura corrupción del eros prepotente que no quiere saber nada del Ágape…
De aquí que necesite, como agua de mayo, oír día tras día a Jesucristo chillarme silenciosamente: “Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida”, “Yo soy la Resurrección y la Vida”, “El que cree en mí no andará en tinieblas”… y otras palabras que, muchas veces, no entiendo y me las hace saborear mi ángel de la guarda, introduciéndome en mi interior, tanto tiempo desconocido, donde me muestra un Habitante Divino, que sondea y conoce las profundidades e intimidades de mi corazón: el Espíritu Santo, que me lleva a clamar “Abbá, Padre”.
Hoy me han sabido a gloria las palabras de San Agustín, descontento consigo mismo por su tardía conversión a la fe, tras una vida bastante tormentosa y atormentada: “Tarde te amé, Belleza tan antigua y tan nueva, tarde te amé”; por eso he comprendido lo que me pasaba cuando él exclamaba que “nuestro corazón está inquieto, hasta que no descanse en Ti”.
De aquí que se me hayan abierto los ojos del alma y comprendido que el gozo pascual, la vida en Jesús resucitado, pasa por el “Getsemaní” y el “Gólgota”, desvelándome los secretos de mis sufrimientos pasados, que tantas veces he tapado reclamando esa felicidad hueca que debía expandirse en mi interior y que me esforzaba tontamente por manifestar.
De aquí que se me haya caído la venda de los ojos, como cayeron las vendas y el sudario en el sepulcro de Cristo vacío, para amar, como Él amó, el Misterio de la Cruz, que incluso en la oscuridad sin igual de la muerte e incluso en el abandono de Dios (”Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”), tiene el germen de la Vida Eterna en ese Jesús Resucitado, por lo que a veces, sólo a veces, cuando puedo alejarme de las cosas, esconderme largamente en el silencio y, si Dios me lo concede, en prolongada oración, deseo salir de este mundo, si es que es verdad que “estar contigo es con mucho lo mejor”, que lo es, y escuchar yo también cuando llegue mi hoy (“Hijo mío, eres tú, Yo te he engendrado hoy”), que yo esté ahí, en el travesaño del palo clavado en la roca del Gólgota, y pueda oír por fin: “En verdad, en verdad te digo, que hoy estarás conmigo en el Paraíso”.