En aquel tiempo, Jesús se retiró con sus discípulos a la orilla del lago, y lo siguió una muchedumbre de Galilea. Al enterarse de las cosas que hacía, acudía mucha gente de Judea, de Jerusalén y de Idumea, de la Transjordania, de las cercanías de Tiro y Sidón. Encargó a sus discípulos que le tuviesen preparada una lancha, no lo fuera a estrujar el gentío. Como había curado a muchos, todos los que sufrían de algo se le echaban encima para tocarlo.
Cuando lo veían, hasta los espíritus inmundos se postraban ante él, gritando: «Tú eres el Hijo de Dios.»
Pero él les prohibía severamente que lo diesen a conocer (San Marcos 3, 7-12).
COMENTARIO
En el más estricto sentido de la palabra, el Evangelio de “hoy” es para el día de hoy, para el tiempo que nos está tocando vivir. No es necesario un análisis pormenorizado de nuestra realidad social, política y cultural para caer en la cuenta de la referencia del texto de Marcos a nuestra “circunstancia”. Basta con un apunte, espero, que resulta de lo más iluminador, como ocurre siempre con la Palabra de Dios.
Es imposible alear la luz y las tinieblas, la mentira y la verdad, la justicia con la maldad, la bellaquería con la nobleza de alma. No es posible que el espíritu inmundo reconozca a Jesús como Hijo de Dios, si no es con aviesa intención: el temor a ser desalojados de su cómodo lugar de asiento (el hombre maltratado y herido por el pecado) empuja a los espíritus del mal a postrarse ante Jesús y gritar su filiación divina. La hipócrita postura del mal es utilizada hoy también por el “pensamiento gaseoso” que lo invade todo para diluir, evaporar, banalizar la obra de Dios y de la Iglesia. Al mal le basta con que parezca que todo lo religioso, mejor todo lo cristiano, se deshace y queda en apariencia neblinosa.
Mas nosotros sabemos que cuando el sufrimiento nos acosa y la vida se resquebraja, Él se dejará estrujar por la necesidad de agarrarnos a su Amor incondicional. El gas, la vacuidad, la apariencia, no han dado nunca este Amor.