Habiendo nacido Jesús en Belén de Judea en tiempos del rey Herodes, unos magos de Oriente se presentaron en Jerusalén preguntando: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo».
Al enterarse el rey Herodes, se sobresaltó y toda Jerusalén con él; convocó a los sumos sacerdotes y a los escribas del país, y les preguntó dónde tenia que nacer el Mesías.
Ellos le contestaron: «En Belén de Judea, porque así lo ha escrito el profeta:
“Y tú, Belén, tierra de Judá,
no eres ni mucho menos la última
de las poblaciones de Judá,
pues de ti saldrá un jefe
que pastoreará a mi pueblo Israel”».
Entonces Herodes llamó en secreto a los magos para que le precisaran el tiempo en que había aparecido la estrella, y los mandó a Belén, diciéndoles:
«ld y averiguad cuidadosamente qué hay del niño y, cuando lo encontréis, avisadme, para ir yo también a adorarlo».
Ellos, después de oír al rey, se pusieron en camino y, de pronto, la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos hasta que vino a pararse encima de donde estaba el niño.
Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con Maria, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra.
Y habiendo recibido en sueños un oráculo, para que no volvieran a Herodes, se retiraron a su tierra por otro camino (San Mateo 2, 1-12).
COMENTARIO
«Nacido Jesús en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes, unos Magos llegaron de Oriente a Jerusalén preguntando: ‘¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Pues vimos su estrella en el Oriente y hemos venido a adorarle’.
Los Magos llegan hoy al final de su largo camino. Hombres con sed y hambre de Dios, que dejaron su comodidad, su sabiduría humana, sus bienes terrenos, su satisfacción personal, y se pusieron un día en marcha para «adorar al Señor».
Los Magos no sabían exactamente hacia dónde caminaban; estaban dispuestos a no parar hasta descubrir el misterio que les anunciaba la estrella, y así llegaron a Belén. Quizá se hayan desanimado en algún cruce de caminos, y hayan tenido que volver sobre sus pasos, cuando perdían de vista a la estrella. Al final, es el mismo Herodes, enemigo del Niño y dispuesto a matarlo, quien les indica el camino.
Unámonos nosotros a la caravana de los Magos; dejemos también nosotros atrás los prejuicios, las pequeñas razones humanas, la pereza, la satisfacción de lo ya alcanzado; y reconociendo en nosotros esa hambre de «adorar al Señor» -lo más sublime que nos es dado hacer en la tierra- vayamos hacia Belén a gozar de la Epifanía, de la manifestación de Dios a toda la humanidad.
Y he aquí que le estrella que habían visto en el Oriente iba delante de ellos, hasta pararse sobre el sitio donde estaba el niño. Al ver la estrella se llenaron de inmensa alegría.
La estrella guía derechamente a los Magos hasta donde está el Único y Verdadero Bien del hombre: Cristo. Vista la estrella, los Magos ya no se complacen en ningún otro ser que el mismo Hijo de Dios: «Los reyes magos no pueden complacerse ni en la hermosura de la ciudad de Jerusalén, ni en la magnificencia de la corte de Herodes, ni en la claridad de la estrella; su corazón buscaba la pequeña cueva y al pequeño infante de Belén» (San Francisco de Sales).
Los Magos entregan sus tesoros. Después de tan largo viaje, no se maravillan de encontrar a Dios de esa manera, hecho hombre y recostado en una cuna, en un lugar pobre, al cuidado de dos criaturas: «Entraron en la casa, vieron al Niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra».
La tradición de la Iglesia une el incienso al culto que hemos de tributar al Niño como Dios; el oro, al acatamiento que le debemos como rey; la mirra, al reconocimiento que hemos de manifestarle como hombre que quiere padecer, para redimirnos de nuestros pecados.
El Señor ha nacido para todos los seres humanos: «ya no hay griegos ni gentiles; judíos ni paganos». La luz del Señor brilla desde el rincón de Belén, y su fulgor se divisa en toda la tierra, en todo el universo.
Cristo quiere ser anunciado a todas las criaturas. Ha venido a traer la Salvación al mundo, y todas las gentes han de llegar a saber que Cristo es el Hijo de Dios. El Creador del universo, que ha querido nacer pobre en un pesebre de Belén, hoy quiere ser reconocido Señor de todo el universo, de todos los hombres: «Se postrarán ante Ti, Señor, todos los reyes de la tierra».
Son muchos los que se quedan indiferentes ante el pasar del resplandor de la estrella en su vida. No ven en la luz de la estrella el gesto del Señor que les busca, la voz del Señor que les llama, que sale a su encuentro; y continúan viviendo como si Dios no existiese, como si Dios no les amase, como si el Hijo de Dios no hubiera nacido nunca en Belén.
Pidamos al Niño Dios que nos conceda esa fe gigante que tuvieron los Magos, para que como ellos sigamos la estrella, con «la convicción de que ni el desierto, ni las tempestades, ni la tranquilidad de los oasis nos impedirán llegar a la meta del Belén eterno: la vida definitiva con Dios» (San Josemaría Escrivá).
El Niño que, en su nacimiento, ha permanecido escondido en un rincón de la tierra, hoy es mostrado al mundo, es ofrecido a todos nosotros, para que lo descubramos y nos gocemos en Él. Desde aquella primera Epifanía, cada uno le podemos contemplar, adorar, amar: nos pertenece.
La invitación de Cristo para que le busquemos, le descubramos y vivamos con Él, no nos llegará a través del fulgor de una estrella visible a nuestros ojos. Su llamada vendrá en cualquier acontecimiento, triste o alegre, que mueva nuestro interés, nuestra curiosidad; algo que nos haga entender que no debemos encerrarnos en nosotros mismos, que debemos abrir nuestro corazón a las necesidades de los demás; que no podemos contentarnos con lo que ya hemos alcanzado, que nos empuja a buscar, a preguntarnos un nuevo porqué de las cosas. Será una invitación a poner en marcha nuestro espíritu, porque también nosotros hemos de hacer ese «viaje de fe, de esperanza y de caridad» que vivieron los reyes magos.
Para encontrar a Cristo no basta ver la «estrella»; hay que seguirla: «Mientras los Magos estaban en Persia, no veían sino una estrella; pero cuando abandonaron su patria vieron al mismo sol de justicia» (San Juan Crisóstomo).
Cristo está allí en Belén, y los Magos, después de un viaje largo, no libre de obstáculos, llegaron a un lugar pobre, desprovisto de comodidades, en el que vivía una familia joven con un niño recién nacido. Adoraron al Niño, y le ofrecieron oro, incienso y mirra; la inteligencia, en un acto de fe; la ilusión, el deseo, en un acto de esperanza, de adoración; la voluntad, en un acto de caridad.
Pidamos a la Virgen Santísima que tenga la alegría de mostrarnos en sus brazos al Niño Jesús como hizo con los pastores y los magos, y nos enseñe a recibirlo, a acogerlo, a amarlo con la pureza, humildad y devoción con que Ella lo recibió.