Según las Escrituras todo aquel que tocaba a Jesús, siquiera la orla de su manto, quedaba sano. José Eduardo, nacido en El Salvador hace 48 años pero residente en España desde hace 27, se topó con esta presencia silenciosa y pacífica a través del amor de los hermanos y, cómo no, le transformó la vida. Por eso, cuando siendo todavía un joven de corazón revolucionario que tiritaba de amargura, descubrió que era y es una criatura amada por Dios, Padre incondicional, todo adquirió un enfoque distinto: la violencia se rindió ante la paz, la venganza ante el perdón. Jesucristo pasó a ser el compañero y amigo de confianza, cuya adhesión le lleva a decir en medio de sus días y junto a su mujer, María: «Creo firmemente». Victoria Serrano Blanes«Soy un apasionado del Credo porque ahí esta mi vida»
¿Cómo conociste el amor de Dios en tu vida?
-Soy hijo de madre soltera. Después de nacer yo, mi madre se casó con un hombre que tenía un hijo, y de ese matrimonio nacieron cuatro más. Mi padrastro era un buen hombre pero ni él ni mi madre tenían fe, con lo cual crecimos sin formación religiosa. Hice mi Primera Comunión porque mi abuela materna, Carmen, se empeñó. El amor de Dios lo conocí tiempo después.
¿Cómo transcurrió tu infancia?
Mi padrastro era comerciante de cereales y, gracias a Dios, estábamos en una posición económica intermedia. No pasábamos hambre, que ya era mucho en El Salvador en los años 70. Cuando yo tenía doce años se agravaron los conflictos políticos y económicos del país; la injusticia social generaba violencia y con ella mucha desestabilización, hambre, promiscuidad, etc. Mi padrastro pertenecía al ala moderada del Partido Comunista, que confiaba en resolver los problemas a través de la política. Sin embargo, en el año 1978 aparecieron grupos radicales que reclamaban la revolución; los grupos guerrilleros empezaron a organizar una estructura de guerra. La gente moría en las calles por los tiros entre los guerrilleros armados y el ejército.
¿En qué medida te afectaba este ambiente caótico y violento?
Mi mayor deseo era luchar contra la injusticia. La Educación Secundaria estaba totalmente imbuida por la izquierda y la guerrilla, y decidí militar en los grupos de autodefensa. Dejé de gritar por las calles para pasar a la acción, con sabotajes, enfrentamientos con el ejército, asalto a los cuarteles… Como se empezaron a organizar campamentos de la guerrilla en la parte selvática, para entrenar militarmente a los jóvenes voluntarios, allí fui. Las condiciones eran muy duras; comíamos cada tres días, nos levantamos a las 4 de la mañana para hacer gimnasia, emprendíamos marchas interminables cargados con pesadas mochilas… En octubre de 1978 tuvo lugar la primera ofensiva seria de la guerrilla contra el Ejército oficial, pero fracasó. Este, al sentirse victorioso, formó escuadrones de la muerte para torturar y ejecutar, sin celebrar juicio, a cualquier guerrillero que sorprendían. Tuve que esconderme, junto con dos chicos más, en casa de un matrimonio mayor de comunistas.
me refugio a la sombra de tus alas
No parece un ambiente propicio para conocer a Dios. ¿De qué manera se hizo el encontradizo contigo?
Imagínate, éramos tres chicos de 15 años recluidos. ¡Nos subíamos por las paredes! La casa estaba frente a la parroquia y el colegio «María Auxiliadora» de los Salesianos. A los dos meses pedí permiso para hacer un poco de deporte de madrugada, cuando no nos viese nadie. El matrimonio lo consultó a los guerrilleros con los que mantenían contacto y nos lo concedieron. Así, a las 6 de la mañana nos colábamos en el patio del colegio y hacíamos gimnasia hasta las 7:30 h., que era cuando comenzaba a llegar la gente para la Misa. Pero un buen día, movido por la curiosidad, me metí en la iglesia. A la mañana siguiente hice lo mismo. Parecía que el sacerdote no reparaba en mí, hasta que una vez se me acercó y me invitó a que en los días sucesivos leyera la primera lectura. Yo acepté no sé muy bien por qué, y así estuve durante unas semanas. Los ancianos se sorprendieron de que acudiera a misa, pero no vieron peligro en ello mientras no me alejara de la zona. El P. Pietro muy discretamente fue ganándose mi confianza, y después de la misa me invitaba a desayunar, me prestaba libros, charlábamos… Él intuía mi situación pero fue muy prudente.
¿Cuándo empezaste a descubrir su amor y misericordia?
En enero de 1979, en plena guerra civil en mi país, el P. Pietro me invitó a hacer las catequesis del Camino Neocatecumenal. ¡El mismo Monseñor Oscar Romero me entregó la Biblia! El calor de los hermanos era lo que me animaba a seguir, porque realmente yo no me enteraba de nada y seguía sin tener ningún escrúpulo moral ni religioso. Incluso, como tenía la obligación de ir armado —pues, al fin y al cabo, yo era un soldado— recuerdo alejar un poco el cuerpo para que no me notaran el arma al dar la paz y al comulgar. ¡Una vez se me cayó al suelo en plena eucaristía! Pero nunca me reprocharon nada. Pasaron los meses, volvieron a catequizar y justamente Mons. Romero tenía que asistir de nuevo a la entrega de Biblias; pero pasaba la hora y no llegaba. Todos nos empezamos a extrañar. Entró el sacristán muy serio, le habló al oído al Padre Pietro, y él, blanco como la leche, levantó la voz y dijo: «¡A Monseñor Romero lo acaban de matar!».
¿Qué repercusión tuvo este asesinato?
La gente lloraba desconsolada; en la calle se abrazaban unos a otros sin conocerse. ¡Fue un golpe para el pueblo! Pasados los años, la extrema derecha reconoció su error, ya que en vez de acallar una voz lo que hizo fue resurgir con este martirio la bandera de la revolución. La situación política y social se recrudeció y los guerrilleros volvimos a filas. El Presidente norteamericano Ronald Reagan ayudó militarmente al Gobierno de El Salvador para combatir contra la guerrilla, y otra vez perdimos. Tuvimos que volver a escondernos. Pero esta vez llamé a la puerta de la parroquia y le conté todo al padre Pietro. Él, que ya lo sospechaba, me acogió con la condición de que me olvidara definitivamente de la guerrilla y que continuara en la comunidad.
¡Oh Jesús, cuánto me has amado!
¿De qué manera te sedujo el Señor?
Mi conversión comenzó cuando me hablaron de la Cruz; ahí comprendí que debía confesarme. Mi sorpresa fue que, en lugar de echarme un rapapolvo por mis pecados, de parte de un sacerdote barbudo, flaco y áspero como era el que me confesó, Nicanor —al que luego he tenido oportunidad de volver a ver en otras ocasiones—, me encuentro con una misericordia desbordante que me dice de parte de Jesucristo: «Tú no tienes ningún pecado. Eres víctima de la Historia. Levántate y empieza a andar». ¡No me lo podía creer! Me sentí amado por Dios y acogido por la Iglesia, que me abrazaba como una madre. En ese momento pensé: «No entiendo nada pero esto es cierto y lo quiero para mí».
Y empezaste a caminar…
Volví a casa con mi familia y empecé muy contento con la vida normal, pero pronto me cortaron la trama. A los pocos meses, los escuadrones de la muerte se llevaron preso a mi padrastro y a su primer hijo, por ser del Partido Comunista, y los mataron. De las Naciones Unidas nos comunicaron que el resto de la familia debíamos salir urgentemente del país y que nos ayudarían a entrar como refugiados políticos en Panamá. Mi madre, mis cuatro hermanos de 11, 7, 6 y 2 años, y yo con 17 años, nos fuimos al aeropuerto con lo puesto y un pasaporte provisional que nos facilitaron. Al pisar tierra de Panamá, mi madre comienza a sufrir una crisis nerviosa severa por la tensión de las últimas horas y se la llevan a un hospital. Allí me quedo yo: con mis hermanos, a las 10 de la mañana de un sábado, esperando en Panamá a que alguien de ACNUR viniese por nosotros. Pero pasaban las horas y no aparecía nadie. Como intuía que se habían olvidado de nosotros, a las 14:00 horas decido marchar a la capital, que estaba a 12 kilómetros del aeropuerto, caminando por la carretera hasta la parada del autobús, con mi hermana pequeña en brazos y los demás cogidos de la mano. Yo solo llevaba poco más de un dólar pero nos alcanzó para los billetes.
¿A dónde acudisteis al llegar a la ciudad?
Bajamos en la última parada, cerca de los muelles. Era de noche y comenzaba el ambiente de fiesta: bares abiertos, prostitución, marineros que llegaban de los barcos… Mis hermanos estaban asustados y yo no sabía adónde dirigirme. Decido entrar en una pensión para preguntar el precio. Solo me quedaba un dólar y algo, y la noche costaba 4 euros por cama. Una prostituta que estaba junto al de recepción me preguntó qué hacía yo con los niños en ese lugar y a esas horas. Mientras le contaba por encima la situación la mujer comenzó a llorar muy afectada y dijo: «Dales una habitación, que con lo que gane hoy luego te la pago».
Ya lo decía Jesucristo: «Las prostitutas os precederán en el Reino de los Cielos…» (Mt 21,31)
Así es. Todavía guardo en el corazón el agradecimiento a esta mujer. No me acuerdo de su cara, solo sé que era negra, muy gorda y llevaba un vestido rojo, pero rezo por ella todos los días.
fuerza mía, ven en mi ayuda
¿Qué hacéis entonces?
Subimos a la habitación y, en efecto, había una sola cama. Estaba todo sucio y se oían voces por todos los lados. Con un pequeño jabón que encontré, bañé a mis hermanos y lavé su ropa. Llevábamos todo el día sin comer y pensé en salir a comprar algo con el poco dinero que me quedaba. Les advertí que no abrieran la puerta a nadie, les cerré con llave y me marché a la calle. En una pequeña tienda compré dos cartones de leche y un paquete de galletas. Volví corriendo a la habitación, lo repartí entre todos, lavé también mi chándal y nos acostamos como pudimos entre las ropas tendidas. Nos dormimos en seguida, pero al día siguiente, cuando abro los ojos y caigo en la cuenta de la situación, me vengo abajo. «¿Qué hago hoy domingo si la oficina de ACNUR sigue cerrada?». Vuelvo a dejar a mis hermanos en la habitación y salgo a la calle en busca de no sé muy bien qué, pues ya no tenía dinero. Después de caminar 2 o 3 kilómetros por las calles, sin un rumbo determinado, misteriosamente me acuerdo por primera vez de Dios y sorprendido le digo: «Señor, ¿no decías que eres mi Padre? ¿O es que todo eso que yo viví en la Iglesia es una fantasía? ¡Si tú existes, ayúdame!». No habían pasado cien metros cuando veo a un individuo, de espaldas arreglando el motor de su coche, que me recordaba a alguien conocido. Le toco por el hombro, se gira y, para mi sorpresa, se trataba de Jorge, un antiguo hermano de la comunidad Neocatecumenal, que se había trasladado a Panamá por motivos de trabajo. Cuando le conté todo lo sucedido fuimos rápidamente por su mujer y sus dos hijas, y después a la pensión por mis hermanos. Al preguntar cuánto debía por la habitación, el dueño contestó que ya estaba pagado. ¡Había sido la buena mujer de la prostituta!
Dios realmente te escuchó
¡Desde luego! Jorge trabajaba en una compañía petrolera y estaba muy bien situado. Cuando llegamos a su casa las asistentas se ocuparon de mis hermanos, nos bañamos, nos pusimos ropa limpia, nos dieron de comer… Al día siguiente nos llevaron a ver a mi madre al hospital, pero todavía no estaba recuperada. Fuimos también a la oficina de ACNUR y les increpó por el descuido que habían tenido con nosotros. Ellos en quince días ellos debían trasladarse por trabajo a Miami, pero como era un alto profesional consiguió que nos acogieran primeramente en un hotel y después en una pequeña casita. Gracias a Dios comenzamos a estabilizarnos, aunque era muy poco lo que nos daba ACNUR para vivir. Mi madre salió del hospital, pero nunca se recuperó del todo. Escolarizaron a mis hermanos y yo retomé el instituto por la noche. Busqué una parroquia en donde hubiera Camino Neocatecumenal y comencé de nuevo.
Si Tú salvas, ¿quién me condenará?
¿Quién es Dios para ti?
Soy un apasionado del Credo porque ahí esta mi vida. Dios es mi Padre, que ha hecho en mí una nueva creación. Yo tendría que estar muerto, o como mínimo traumatizado o medicado, como lo están la mayoría de mis compañeros guerrilleros. Y, sin embargo, soy persona gracias a la Iglesia, que me ha acogido y dado amor; me ha ordenado la figura distorsionada que yo tenía del padre y de la madre. Creo que Jesucristo descendió a los infiernos porque yo también he estado allí —cuando pienso en los años de guerra veo una masa oscura, llena de gritos, olor a sangre caliente, tripas destrozadas…— y Él me ha rescatado con su mano. Creo en la comunión de los santos porque el amor de los hermanos no solo me ha ayudado en la fe, sino que me ha ayudado a vivir. Mi familia ha comido muchísimas veces de la comunidad de Panamá . Creo en el Espíritu Santo porque me hace ser capaz de reconocer todo esto.
¿Cómo te han influido estas vivencias?
El corazón se endurece. Con el tiempo me he dado cuenta que ni la guerrilla eran los buenos y el gobierno los malos, ni al contrario. Todo es consecuencia de la avaricia de 14 familias, que son las que dominan el 90% de un país, con lo que el 10% restante se lo reparten entre cuatro millones de personas. Evidentemente eso genera injusticia social, desatención, paro, frustración juvenil…
¿Cuándo llegas a España y por qué?
Al asumir el poder el General Noriega decide expulsar a todos los exiliados políticos de Nicaragua y El Salvador. La situación se agrava para nosotros; la policía secreta nos busca y nos presiona psicológicamente. ACNUR propone a todos los exiliados mayores de 18 años que nos marchemos del país y nos refugiemos en otro. Particularmente me ofrecen la posibilidad de residir en Canadá, Australia o Suiza, costeándome los dos primeros años para aprender el idioma, y luego facilitarme un trabajo. Pedí consejo a mis catequistas y ellos me propusieron venir a España, a su parroquia, puesto que para mí era vital vivir la fe en una comunidad, y en esos países no sería posible. Así lo hice, renuncié a los privilegios de ACNUR y vine hace 27 años a Madrid, donde fui acogido por hermanos de la Parroquia de San José, de Madrid, y comencé a caminar. Curiosamente, estuve una temporada en Murcia y allí coincidí con Nicanor, el sacerdote que me confesó por primera vez y que tanta ayuda me proporcionaron sus palabras. No se acordaba de mí pero me dijo: «El Señor te quiere bendecir porque Él nunca olvida el sufrimiento de los inocentes».
hasta el cielo se eleva tu amor
Lo increíble de los milagros es que realmente existen.
Así es, yo he visto muchos: era la primera Navidad que pasábamos en Panamá y en el día de Nochebuena no teníamos nada para comer. Mi madre lloraba, mis hermanos se quejaban y yo estaba angustiado. Al poco llama a la puerta una vecina para ofrecernos la cesta de Navidad que le había tocado en su trabajo, pues ellos ya habían hecho las compras para esos días. ¡El arcón era tan grande que entre todos no podíamos con él! Había toda clase de latas, carne, pavo, dulces…¡Estuvimos dos meses comiendo de él! Otro milagro: un día, como tantos otros, llegaron mis hermanos del colegio y yo de la facultad de Filosofía, donde estudiaba, y no había nada para comer. Salí a la calle, me senté en un banco y estuve más de una hora gritando en mi interior: «Jesús, Hijo de David, ten piedad de mí!». Cuál fue mi sorpresa que, al abrir los ojos, veo un rollito de papel en el suelo, entre mis pies. ¡Era un montón de dólares enrollados!
¡Cómo actúa Dios, siempre proveyendo! Llevo tiempo en el paro, sin cobrar ninguna prestación, y a mis 48 años es muy difícil encontrar empleo. Estoy tranquilo, aunque es duro vivir cada día del maná. Es como el «midrash» de la paloma a la que persigue un águila. Cuando está a punto de comérsela, se mete la paloma en una cueva y sale un áspid para atacar al águila. En ese momento el Señor actúa. ¿Cómo vería si no que es providente? Cuando tengo que hacer frente a algún pago y no tengo el dinero le dijo: ¡Señor, es tu problema! ¡Y Él acontece! He descubierto la gran riqueza de las almas del purgatorio. Son unas aliadas impresionantes. He ido al cajero a sacar dinero, sabiendo que la cuenta estaba vacía, en el nombre de Jesucristo he metido la tarjeta, he tecleado los números y me ha salido el importe. En una ocasión fue por error y luego el Banco me lo reclamó, pero al menos salimos del apuro; otra vez se debía a unos atrasos que se me debían y providencialmente me los habían pagado.
Eres testigo del poder regenerador de Jesucristo.
Sí, lo he visto y vivido. Cuando uno conoce a Dios y descubre que es amado por Él, aun siendo pecador, la vida cambia. Por eso el cristianismo educa y ordena la vida de las personas. Enseña otro concepto de la justicia, del hombre, del sentido de la vida, de la sexualidad, etcétera. La gente necesita la Palabra de Dios porque si no encuentra respuestas al sufrimiento, usa la violencia. Por eso surgió la Teología de la Liberación en esos años tan conflictivos. ¡Si los mismos sacerdotes dudaban del amor de Dios, cómo iban a transmitirlo! Leonardo Boff, Galileo, Gutiérrez… tenían estudios teológicos pero habían perdido la fe, por eso no podían dar a la gente una palabra de consuelo y esperanza en Jesús Resucitado, solo «armaos y luchad».
Y de su misericordia infinita.
Ni Jesucristo ni su Iglesia me han reprochado nada. Por puro amor, mis pecados han sido perdonados. Dios me ha cuidado hasta en lo físico, preservándome de los tiros. Si vivo todavía con estos huesos y con alegría es por Jesucristo. Eso no significa que no sufra cuando ahora no llego a fin de mes. Yo solo sé que estaba ciego y ahora veo. Soy la oveja descarriada que el Pastor va en su busca, y una vez que la encuentra, la lleva sobre sus espaldas y venda sus heridas.
Tú eres la Pascua de la Salvación
Entonces, ¿se puede dar por perdido a alguien o siempre hay esperanza?
Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se salve y sea feliz. Mi experiencia es que no solo me ha librado de la muerte, ¡es que me ha dado la posibilidad de conversión! Todo es un don de Dios, ¡hasta abrir el oído lo es! Yo no he hecho nada. Soy un justiciero —lo llevo muy dentro por mi formación guerrillera— pero Dios no lo es conmigo. Él me ha perdonado y me ha reconciliado con mi historia, la de niño de la guerra manipulado por las circunstancias. ¡Qué bueno es el Señor, que va actuando con suavidad, con ternura y amabilidad!
¿Cómo te encuentras ahora?
Como he dicho, es dura nuestra situación por la precariedad económica. Estudié Filosofía pero siempre he trabajado de jardinero, electricista, fontanero… y llevo unos años sin empleo. Mi mujer, María, cobra una pequeña pensión de invalidez, y nuestros hijos están en la universidad. Pero Dios es mi Padre y solo puedo darle gloria, con mucho agradecimiento en el corazón. Mi «kenosis» (vaciamiento) ha sido muy profunda. ¿Quién me hubiese rescatado de la muerte donde yo estaba? ¿La psicología? ¿El dinero? ¿La política?
Por lo tanto, ¿crees que Dios ha sido bueno contigo?
No solo bueno, siento que Dios se ha enamorado de mí y, aunque haya hecho y hago imbecilidades, cada día el Señor me dice que me quiere. ¡Es impresionante!