«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: “Mirad que os mando como ovejas entre lobos; por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas. Pero no os fiéis de la gente, porque os entregarán a los tribunales, os azotarán en las sinagogas y os harán comparecer ante gobernadores y reyes, por mi causa; así daréis testimonio ante ellos y ante los gentiles. Cuando os arresten, no os preocupéis de lo que vais a decir o de cómo lo diréis: en su momento se os sugerirá lo que tenéis que decir; no seréis vosotros los que habléis, el Espíritu de vuestro Padre hablará por vosotros. Los hermanos entregarán a sus hermanos para que los maten, los padres a los hijos; se rebelarán los hijos contra sus padres, y los matarán. Todos os odiarán por mi nombre; el que persevere hasta el final se salvará. Cuando os persigan en una ciudad, huid a otra. Porque os aseguro que no terminaréis con las ciudades de Israel antes de que vuelva el Hijo del hombre”». (Mt 10,16-23)
Así caminamos en pos de ti, Señor, por las cañadas oscuras de nuestro particular desierto, entre los lobos hambrientos que nos acosan en la flaqueza, nos muerden por los flancos desnudos de nuestra inconstancia, o nos perturban, incansables, en las noches inquietas de desvarío y oscuridad con el aullido inquietante de la jauría del mundo.
Pero eres tú quien nos envía, eres tú quien nos conduce, y lo haces con las palabras eternas de tu mensaje de vida, que es capaz de disipar las tinieblas del pecado, y de alumbrar una esperanza nueva para un mundo necesitado de paz. Y así han de ser tus enviados, Señor, aquellos a los que encargas empresa tan loca y arriesgada, sencillos como palomas, como nos dices, inocentes, sinceros, que ignoran las injurias y devuelven bien por mal, y sagaces como serpientes, como nos previenes, avisados, prudentes, inmunes a la seducción y los engaños.
Y cómo ha de ser, Señor, que también nos pides que no nos fiemos de las gentes, de los mismos que nos rodean y nos aplauden, que nos entregarán a los tribunales, nos azotarán en las sinagogas, nos acusarán ante los tiranos, y nos odiarán por proclamar el amor de tu nombre, y porque seamos fieles a tus enseñanzas.
Pero tus palabras son proféticas, y ya se han cumplido en los testigos que has dejado en la Iglesia Santa para nuestra instrucción. Los mismos que las oyeron de tus labios y aún no sabían bien cómo comprenderlas, y que luego, se llenaron del Espíritu Defensor y te confesaron ante los hombres, y recibieron la recompensa que prometiste para los que perseveraran hasta el final.
Que así sea, Señor Jesús, también en nosotros, por la misericordia que el Padre derramó sobre el mundo por los méritos infinitos tu dolorosa pasión y de tu muerte en la cruz.
Horacio Vázquez