Pertenezco a la de más en más reducida generación de los que ya vivían cuando estalló la cruel y estúpida guerra entre españoles (¿hay alguna guerra que no sea cruel y estúpida?).
Por lo que uno recuerda, aquella guerra vino sin que las personas que no vivían de la política se dieran cuenta de que estaba a punto de estallar y, cuando estalló, porqué había estallado. Claro que más de un millón de muertos fue una de las respuestas; otra respuesta que sigue latiendo en el aire muchos años después es una inquietud que, visto lo que estamos viendo, se traduce en pregunta a todos los que tengan voluntad de escuchar ¿qué podemos hacer para que algo así no vuelva a ocurrir?
-Saber distinguir las churras de las merinas, me responde uno de mi pueblo.
-Seamos tú y lo buenos y habrá dos pillos menos, es lo que me recomendó un maestro que tuve cuando, muy joven, no quería ver que las buenas soluciones requieren grandes sacrificios. Y me recordó ese buen maestro lo que podemos leer en el Apocalipsis: “por cuanto eres tibio, y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca” (Ap. 3,16)”.
Hoy como ayer, priva entre muchos tibios españoles la fuerza revolucionaria de los que halagaban y siguen halagando los oídos con promesas que, según nos dicta una larga experiencia, vemos que no sabían, ni podían y, lo que es aun más grave, tampoco querían cumplir: es la eterna historia de tantos y tantos demagogos cuya fuerza argumental no pasa de esta monumental falacia: soy y tomadme como bueno porque todos los otros son rematadamente malos.
Claro que, para que esos demagogos se salgan con la suya, basta con que la legión de los tibios mire para otro lado en lugar de comprometerse con esa elemental responsabilidad que nos dicta el simple sentido común: si no quieres que te arrastre la corriente que te lleva al precipicio, repara en lo que puedes hacer a la luz de la realidad del momento. Si la realidad del momento es un poder político que no te convence plenamente, discurre sobre si hay en lontananza otro mejor, no porque lo dicte tu deseo de que lo sea, sino porque ha demostrado serlo.
En democracia, el poder político se alimenta de votos y de poco más que de votos, de forma que eso que se llama confianza, por muy fuerte de sea y aunque cuente con los avales de una obra medianamente bien hecha, puede convertirse en humo y desvanecerse ante los embates de campañas en las que los publicistas de turno, que siempre están de parte del que paga, han sabido prestar el peso de una verdad absoluta a medias verdades e, incluso, a demostradas mentiras, ¿no decía Lenin que una mentira repetida millones de veces termina apareciendo como verdad?.
Si, como decía Churchill, la “buena política es el arte de lo posible”, a los ciudadanos de a pie nos sigue correspondiendo la responsabilidad de no confundir lo deseable con lo posible. Lo decía un célebre torero a su simpática manera: “lo que no puede ser no puede ser porque es imposible”.
Posible sí que es que los tibios se dejen, nos dejemos, embaucar por las promesas que cuestan poco formular; lo lamentable será que tales promesas, al albur de acuerdos que juegan con votos, que no son los propios, faciliten una situación en la que España vuelva setenta años atrás en su historia. Antonio Fernández Benayas