Crónicas del Apóstol Juan (III)
“Haced lo que él os diga” (Jn 2,5)
—¡La esperanza! Pero, ¿qué es esa palabra? —le preguntó Juan a Jesús. Hacía tiempo que el joven Juan, junto a su hermano Santiago y el resto de los Doce, se había convertido en discípulo del Rabí Jesús.
—Esperar es creer que Dios es bueno contigo —le contestó Jesús—, y que no solamente lo es a veces, como suelen hacer los hombres, sino que Dios es bueno contigo siempre: lo es siempre, en todos los tiempos; lo es siempre, en todos los lugares; en medio de todas tus lágrimas y en medio de todas tus risas.
No solo sus enseñanzas, la voz del Maestro era, ciertamente, inconfundible. El aire levantaba pequeños remolinos de polvo en el monte cercano, en torno al solitario grupo de los apóstoles, entre la floración primaveral de Galilea. Al fondo, bajo el sol de mediodía, se divisaba el lago. Intervino el impetuoso Pedro con entusiasmo:
—¿Podemos esperar, entonces, que ya se acerca el día en que expulsarás a los romanos y que por fin Israel conocerá la libertad anunciada por todos los profetas?
—Pedro, Pedro… —contestó el Maestro con mansedumbre—. ¿Hasta cuándo seguirás siendo necio de los caminos de Dios? En verdad te digo, Pedro, en verdad te digo, que tú tienes enemigos mucho más fieros y crueles frente a ti de los que nada conoces todavía, ante los que el mismísimo poderío del Imperio de Roma temblaría porque nada consigue contra ellos. ¡A esos es a los que yo he venido a combatir!, a vuestro antiguo y astuto adversario, que nunca se cansa para vuestro daño, y al que ya conocieron, para su aflicto dolor, vuestros primeros padres cuando todavía, en desnuda inocencia, se paseaban por las veredas del jardín de Dios.
—¡Pero los romanos no temen a Dios! —protestó Pedro.
—Solo los bufones no temen a Dios —repuso el Maestro con severidad— pero yo os digo que los más pequeños de entre los ángeles juguetean a la sombra de mi Padre.
El rudo pescador bajó la cabeza entristecido por la respuesta, pero Jesús añadió sonriente, como para animarle:
—Pero Pedro, a ti mi Padre te hará más fuerte que las rocas en la tormenta de tus enemigos, y yo te prometo que los que se aferren a tu potente brazo no se verán arrastrados por el aluvión de los letales engaños. Los que perseveren a tus pies, ¡dichosos ellos! Dichosos porque soportarán todos los vientos amargos y aguantarán en pie ante todas las mareas negras de la desesperación y del terror. Y te lo digo a ti, que eres la piedra y que eres la roca con mi poder que sobre ti reposará. A ti, ¡que en verdad custodiarás mi legado!, pues al final de los días será mucho lo que habrá que resistir.
Así, serenamente se desarrollaba la conversación de Jesús con sus discípulos. Juan veía más que escuchaba, pero miraba la desenvoltura del Rabí Jesús, sus gestos pacíficos, sus manos vigorosas y hábiles, su andar confiado y alegre, su manera de tratar a cada uno, fijando su total atención en todos con los que hablaba y en los que posaba su mirada… ¡La mirada! ¡Cuántos mundos ocultaban esos ojos! ¡Cuántos misterios velaban! Solamente se podía vislumbrar tras de la cortina y descorrer un poco el velo cuando, en las noches galileas, junto a la lumbre en la casa de Pedro o al borde del quejumbroso lago, Juan recostaba su pequeña cabeza en el pecho de Jesús, donde allá dentro, en su seno fuerte y viril, latían los redobles de un corazón…, que formaban como el eco de una música lejana, de cantares eternos entre estrellas recién nacidas.
El joven Juan no había experimentado jamás cosa semejante, ni siquiera cuando comía junto al Bautista, que hacía poco que había sido aprisionado por Herodes. Solamente había sentido algo parecido, aunque diferente, cuando había conocido fugazmente en una boda en Caná a la “íma” del Señor, a su Madre, que se llamaba María. Aún se estremecía al recordarlo.
El encuentro sucedió en un rincón de la fiesta, en la villa atestada de danzas y de júbilo. Juan descansaba tranquilo sobre el alféizar de una ventana, cuando entonces la vio a Ella, que se dirigió suavemente hacia él. ¡Era la Íma!, la “mamá” pronunciado en su arameo natal, porque aquel apóstol, que con el tiempo poseería el don de lenguas, en su interior ya siempre la invocaría de ese modo. Se sonrieron el uno al otro, y María, sin decir palabra, le acarició a Juan sus cabellos revueltos de adolescente, sin dejar de sonreírle mientras las alegres y rítmicas músicas de los laúdes y cantores resonaban en la sala, al calor de los fuegos del hogar, hasta que, por fin, con su voz de Mujer, le dijo las siguientes palabras:
—¿Con que tú eres el pequeño Juan? En verdad veo que eres el más joven de los discípulos de mi Hijo.
—Señora, ¿cómo sabéis mi nombre? —le preguntó asombrado.
—Hay cosas que sé en mi corazón y otras que simplemente venero —el dulce acento de la Íma se parecía al de Jesús, pero su entonación femenina sabía más como al olor de la tierra húmeda después de la lluvia, entre los olivares, a la vista del Templo de Jerusalén en la mañana después de Pascua.
María ya contaba con arrugas. No era ya, a fin de cuentas, una mujer joven, pero también en la hondura de sus ojos destellaba la luz de una alegría incontenible, aunque a veces la expresión del rostro apareciese seria y reservada. De pronto, Juan, sin saber por qué, le preguntó:
—Señora, decidme, os lo ruego, ¿pero quién es realmente vuestro Hijo? —no supo por qué había pronunciado esas palabras o acaso quién se las había inspirado, pero inmediatamente se avergonzó de haberlo hecho, como cuando un niño es descubierto asomándose a la conversación que los mayores no deseaban que escuchase.
Sin embargo, la Íma le sonrió. Una ráfaga de viento agitó los vestidos de la Señora, y Ella le contestó con alegre tono:
—Eso mismo, tú a solas, amado discípulo de mi Hijo, lo tendrás que aprender de Él. O quizá —añadió riendo— ¡alguien se te adelante y te lo revele en tus sueños!
—¿En mis sueños? Señora, ¿cómo sabéis que yo sueño? —preguntó modestamente.
—Ya te he dicho que se me ha dado a conocer numerosos secretos que permanecen ocultos para muchos, si bien —añadió con un deje de tristeza— hay otras cosas que, más que saberlas, las temo. No obstante, —suspiró con serenidad—Dios es más grande que mis temores. Y, en cuanto a tus sueños, he de anunciarte que cortejan el destino de los profetas, como sé que tú lo eres.
—¿Yo un profeta, mi Señora? —Juan no salía de su asombro.
—¡Y más que profeta!… Pero basta por hoy, mi pequeño Juan. No volveremos a hablarnos hasta que nos alcance la Hora, y la espada que anunció Simeón cumpla con su cometido… Hasta entonces, no temas, pero purifica tu corazón —antes de que le diese lugar a responder, la Señora se había alejado y ocultado detrás de la multitud que cantaba y reía.
«La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo». (Catecismo de la Iglesia Católica, nº 1817) …Continuará…