«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Tened ceñida la cintura y encendidas las lámparas; vosotros estad como los que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Dichosos los criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; os aseguro que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo. Y, si llega entrada la noche o de madrugada y los encuentra así, dichosos ellos”». (Lc 12,35-38)
¿Qué canción me ronronea
subiendo por mi garganta,
que mi corazón la canta
sin letrilla que yo lea?
- Más de una vez ya he apuntado cómo San Lucas organiza el relato de su Evangelio: prácticamente, tras tomar como punto de partida la Galilea, donde presenta algunos hechos del Señor (capítulos 3-9,50), inicia una secuencia de etapas de ritmo ascendente hacia Jerusalén, donde es consciente de lo que le espera: su pasión y muerte, de las que quisiera huir con toda su alma, y a cuyo encuentro va con toda su alma, vida y corazón (capítulos 9,51-19,28). Y así, caminando caminando, en medio de estas luces y sombras, mientras cada día cobra más forma el cadalso de la cruz y mientras cada día marcha con más amor en búsqueda de su abrazo mortal, va impartiendo enseñanzas y alguna que otra parábola, como la que nos ocupa hoy, la primera de dos parábolas sobre la vigilancia.
- Estamos muy acostumbrados a llamar bienaventurados a los que aceptan las bienaventuranzas…; pero el Señor también llama bienaventurados a otras muchas personas —«Bienaventurado el vientre que te llevó… Pero él dijo “Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen”» (Lc 11,17); y en contraste, camino ya del Calvario: «Bienaventuradas las estériles y los vientres que no han dado a luz…» (Lc 23,29)—. Y así, ahora, son también «bienaventurados aquellos criados a quienes el Señor, al llegar, los encuentre en vela». ¡Qué maravilla sentirse dentro del gremio de los criados!, de los que tienen que parar en el quehacer agobiante de cada día («a cada día le basta su desgracia»: Mt 6,34), porque su cometido puede cambiar y cambia de un momento a otro y sin previo aviso; ni siquiera disponen de su tiempo para emplearlo en esto o en aquello, sino que deben estar con los ojos abiertos, vigilando a ver cuándo llega el Señor para ponerse de inmediato a su servicio. Señor, me digo, ¿por qué no llegas ya, porque no veo la hora de que se cambien los papeles y ocupes tu lugar de Servidor del Padre, para ceñirte la túnica y servirme la cena del reino, no manjares como los de la boda de la que acabas de venir, sino de ese manjar eterno de las Bodas del Cordero?
- Mientras tanto, sigo con ojo avizor a ver si se mueve la puerta y se abre ya una rendija: ¿No hacía lo mismo tu Padre todas las tardes, con ojos húmedos oteando el horizonte, esperando a ver si llegaba el hijo pródigo?, hasta que, por fin, un día a la caída del sol, también caía yo a sus pies, andrajoso y famélico, hambriento principalmente de aquellos abrazos y besos que ahogaron mis palabras: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti» (Lc 15,21).
- Por esas lindes andaban mis pensamientos, mientras la espera se hacía lenta y sobrevenía el cansancio y el sueño…; pero no, yo debía estar alerta, no como las «vírgenes necias» que se quedaron a oscuras, sin aceite, y no entraron a esas Bodas del Cordero (ver Mt 25,1-13). De repente, a las tantas de la noche —¿era «la segunda vigilia o la tercera»?—, resuena un golpecito suave en la puerta que queda entreabierta: era Él. En varios momentos precedentes tuve la tentación-pretensión de querer adivinar sus pasos, echando en olvido que «no os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad» (Hch 1,7), pues «en cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles de los cielos ni el Hijo, sino solo el Padre» (Mt 2436). Pero la figura de la puerta era inequívocamente amable, bella y majestuosa —a sus oídos había llegado el grito silencioso de mi corazón que anhelaba su presencia—: «Si alguien escucha mi voz y abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo» (Ap 3,20).
- Señor, la puerta está abierta de par en par, la mesa aderezada, el mandil te lo has puesto tú y las viandas… te dejo a ti elegirlas. Cena conmigo porque solo así seré capaz de subir al lecho de la cruz, a dar la vida como tú.
Con placer inexplicable
he reconocido el canto:
se canta al tres veces santo
con un tono inigualable,
cuya letra, con amor,
dice, Señor, que ya es tarde
la canción en mi alma arde:
Jesús Esteban Barranco