En aquel tiempo, dijo Juan a Jesús: “Maestro, hemos visto a uno que echaba demonios en tu nombre, y se lo hemos querido impedir, porque no es de los nuestros”. Jesús respondió: “No se lo impidáis, porque uno que hace milagros en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro”». (Mc 9,38-40)
Confirmación preciosa de la humilde secularidad, que usa el nombre bendito de Jesús, como Verdad en el camino de su vida. Algunos discípulos tenían ya conciencia de grupo privilegiado, cerrado, “nosotros” frente al que no va con nosotros (literalmente: no nos sigue, no nos acolita, ouk akouluzei en griego). Y el Maestro les rompe su burbuja.
Se entiende mejor este Evangelio en el contexto en que Marcos —que no era de los Doce— lo coloca: la etapa del camino entre Galilea y Jerusalén (ver Mc 8,27-10,52). Es una cátedra que está llena de gente, de la que afloran enseñanzas y personajes concretos, curiosos, que son como los niños de todos los tiempos. La sal que dé sabor al amor de unos con otros (ver Mc 9,50) exige la actuación drástica contra todo lo que pueda escandalizar a «los pequeñuelos que creen», hasta la ejemplarizante exageración de cortarse una mano, sacarse un ojo, o cortarse la pierna que escandaliza (ver Mc 9,47). En ese ambiente de enseñanza —sermón del camino de Marcos—, «los Doce» discutían sobre quién entre ellos sería el más importante en el Reino. No hay duda, nuestra Iglesia de hoy, estaba ya en marcha, incluyendo derroteros que no gustaban al Maestro. Jesús quería otra cosa. Tomó un niño, y lo abrazó: «El que lo coge,.. y el que quiera ser el primero, que sea el último».
Después Marcos introduce la petición de los hijos de Zebedeo, de sentarse uno a la izquierda y otro a la derecha en su gloria (ver Mc 10,37 ss.), provocando la indignación de los demás. Y en medio de aquellos delirios de grandeza y poder mesiánico del Israel de siempre, germen de exclusividad endogámica del grupo, se encuadra la escena pedagógica de «uno que echaba demonios en tu nombre». Juan, que había sacado el tema para desviar la regañina de Jesús por su discusión itinerante, quiso lucir medalla de fidelidad: “Se lo hemos impedido, porque no viene con nosotros”.
Marcos no nos dice ni el nombre del humilde personaje. Era suficientemente conocido en la Iglesia cuando escribió el Evangelio, y además así podemos ser cualquiera. Era alguien que sabía usar el nombre de Jesús para hacer milagros, como después hicieron los mismos Pedro y Juan. Era alguien que no hablaría nunca mal de Jesús, y era alguien que a los Apóstoles de Cristo, les dio un vaso de agua para su sed. Era un profesional del Camino por el que va la gente.
Cuando en el mismo Evangelio, Jesús habla de no escandalizar a los pequeñuelos que creen, quizás no se refiera solo al niño que estaba en sus brazos, sino también a esa gente sencilla de la fe, que viviendo en el Nombre de Jesús, en él hace sus milagros de cada día para vivir en paz, y todavía le sobra para darle un vaso de agua a los que son de Cristo. Es el sacerdocio innominado de la gente humilde. Y quizás el sacerdocio real de los que no vamos todo el camino con un grupo de número cerrado.
Aquel caminante es el auténtico paradigma de la gente, extraña en su misma sencillez, pero que busca, y que probablemente ni siquiera sabe que cree en Jesús, ni la utilidad que tiene en sus vidas esa fe para las cosas de cada día. Jesús defendió su búsqueda y su técnica, que también producía fuerza curativa. No son cosas grandes las que Él pidió a esa “gente”, sino el uso de su nombre: Jesuhá, Yavée salva o salua, da la salud.
Un simple vaso de agua dado “por ser de Cristo” tendrá enorme recompensa. Es la única vez que Marcos usa el título «Cristo», tan paulino, y que en los Evangelios apenas se utiliza (tres veces Mateo, una Marcos y dos Juan). Podría pensarse que con el «hombre del camino» que usaba el nombre de Jesús, Marcos estaba de alguna forma subrayando la obra de Pablo, con el que caminó algún tiempo, junto a su primo Bernabé.
Dios se hace presente por el nombre de Jesús, y en Él aprendemos a ser hijos. Sin el conocimiento experiencial del ADONAI JESOUHA MESHIAH ,”Señor Jesús Ungido», ni siquiera la salud de los enfermos, la justicia de los pobres, o el perdón de los pecadores, tendría sentido. En Él está la vida, pero los discípulos no lo sabían aún.
¿Hemos perdido nosotros la confianza en el nombre de Jesús? Recuperémosla. Marcos nos provoca a ello con estos pasajes, y con la afirmación final del Evangelio: “A los que crean les acompañarán estos prodigios: en mi Nombre echarán los demonios; hablarán lenguas nuevas; agarrarán las serpientes y, aunque beban veneno, no les hará daño; pondrán sus manos sobre los enfermos y los curarán” (Mc 16,17-18).
La garantía total del buen uso del Nombre Santo, se vincula en Lucas a la Madre y Maestra, María: “… el Poderoso hace obras grandes, por mí su Nombre Santo y su misericordia llegan a sus fieles de generación en generación”. (Lc 1,49-50).
Manuel Requena