«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “Cuidad de no practicar vuestra justicia delante de los hombres para ser vistos por ellos; de lo contrario, no tendréis recompensa de vuestro Padre celestial. Por tanto, cuando hagas limosna, no vayas tocando la trompeta por delante, como hacen los hipócritas en las sinagogas y por las calles, con el fin de ser honrados por los hombres; os aseguro que ya han recibido su paga. Tú, en cambio, cuando hagas limosna, que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo pagará. Cuando recéis, no seáis como los hipócritas, a quienes les gusta rezar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las plazas, para que los vea la gente. Os aseguro que ya han recibido su paga. Tú, cuando vayas a rezar, entra en tu aposento, cierra la puerta y reza a tu Padre, que está en lo escondido, y tu Padre, que ve en lo escondido, te lo pagará. Cuando ayunéis, no andéis cabizbajos, como los hipócritas que desfiguran su cara para hacer ver a la gente que ayunan. Os aseguro que ya han recibido su paga. Tú, en cambio, cuando ayunes, perfúmate la cabeza y lávate la cara, para que tu ayuno lo note, no la gente, sino tu Padre, que está en lo escondido; y tu Padre, que ve en lo escondido, te recompensará”». (Mt 6, 1.3-4.6.16-18)
Comenzamos hoy el tiempo de Cuaresma, un tiempo que, a diferencia del Adviento, no tiene consistencia en sí mismo sino en tanto en cuanto que es preparación a la Pascua. Es en ella en donde hemos de fijar nuestra atención. Nos preparamos para celebrar el acontecimiento más transcendental de la historia y de nuestra vida personal: nuestra inserción y participación en la muerte y resurrección de Cristo. Ya desde el comienzo, la Iglesia nos traza el programa a seguir: limosna, oración y ayuno. Estas prácticas nos sitúan, en orden contrario, frente al credo de Israel y el mandamiento que resume toda la ley y los profetas: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”. Pasando por alto el elemento externo de estas prácticas, conviene centrarnos en la intención de la Iglesia y en su profundo significado.
Ayunar, al margen de dejar de comer, supone desapego de las cosas de este mundo. Nuestro corazón está atado a muchas cosas de la tierra: nuestra familia, casa, tierra, amistades, etc.; a aquellas cosas a las que confiamos nuestra vida, con las que nos sentimos seguros; pero todas son realidades pasajeras que pueden desaparecer de nuestra vida en el momentos menos pensado; por eso el Señor, que nos mira ya desde la eternidad, nos invita a desapegar nuestro corazón de las cosas de la tierra y ponerlo en el cielo, pues solo Él es nuestra seguridad, nuestra verdadera vida. Por ello, como a Abraham, como a todos los creyentes, invita a salir de nuestras seguridades y poner nuestro corazón en Él solo. Para poder entrar en la Pascua de Cristo es menester, como Cristo, amar a Dios con todo nuestro corazón.
La limosna, por su parte, no está principalmente en socorrer a los necesitados, pues ello requiere una dedicación de la persona, sino que se nos propone como un signo de desprendimiento de todos nuestros proyectos. Al igual que a Abraham, se nos pide sacrificar a nuestro hijo, nuestras ilusiones, sueños y deseos, nuestros haberes y a las fuerzas de las que disponemos para asegurar nuestro futuro, pues el futuro está en manos de Dios y Él, que nos ama infinitamente, dispone para nosotros un futuro inmensamente mayor del que nosotros proyectamos. Esto es amar a Dios con todas nuestras fuerzas.
Ahora bien, si se nos pide desarraigarnos de nuestras seguridades sin volver la mirada atrás, a nuestro pasado, y, al mismo tiempo se nos exige sacrificar nuestro futuro, ¿qué nos queda? Un presente lleno de incertidumbre, situados en lo absurdo, como aquella viuda de Sarepta a la que el profeta pide que le entregue lo único que tiene, o aquella anciana que deja en el cepillo del templo sus dos únicas moneditas. Es en esta aparente locura cuando se nos pide amar a Dios con toda nuestra mente, entrando en el absurdo y fiarnos, ahora de Dios. Abraham ha de decidir si está dispuesto a sacrificar o no a su hijo, la viuda; si entrega su puñado de harina y el poco aceite que le queda; la anciana si deposita sus dos moneditas.
Aparentemente, Dios es inmisericorde, pues no nos deja nada, lo pide todo. Pero vistas las cosas desde su mirada, no es nada; ¿qué puede hacer la viuda con lo poco que tiene, o comprar la anciana con dos céntimos? ¿Y por qué el Señor nos quiere vacíos? Solo para poder llenarnos de Él, porque no se nos puede dar si estamos ocupados en lo que no es Él.
En esto consiste el programa cuaresmal, se nos entrega desde el principio. Que se cumpla en nosotros es el objetivo supremo de nuestra existencia, todos los demás proyectos están subordinados a este, pues en él se nos da la plenitud de la vida y la participación en la Pascua de Cristo: muerte, resurrección y glorificación.
Ramón Domínguez