«En aquel tiempo, al ver Jesús el gentío, subió a la montaña, se sentó, y se acercaron sus discípulos; y él se puso a hablar, enseñándoles: “Dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos los que lloran, porque ellos serán consolados. Dichosos los sufridos, porque ellos heredarán la tierra. Dichosos los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos quedarán saciados. Dichosos los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Dichosos los que trabajan por la paz, porque ellos se llamarán los Hijos de Dios. Dichosos los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el reino de los cielos. Dichosos vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Estad alegres y contentos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”». (Mt 5,1-12ª)
1) Con gran acierto nos pone hoy la Iglesia ante los ojos del alma el texto de las Bienaventuranzas según San Mateo. Son ocho bellísimas frases salidas de labios del Señor —solo de quien es la Palabra podían salir palabras tan divinas—, tradicionalmente pronunciados en una montaña de Galilea. (San Lucas, en cambio apunta que «se paró en una llanura con un grupo grande discípulos y una gran muchedumbre…: 6,17, y nos reduce a cuatro sus bienaventuranzas: ver 6,20-22).
2) Pero digamos en seguida dos cosas: las bienaventuranzas no son cuatro u ocho…; son muchas más: la Sagrada Escritura está salpicada de numerosas bienaventuranzas, especialmente los salmos, empezando por el 1,1 —«Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los impíos»— y terminando por el Apocalipsis (22,14) —«Bienaventurados los que lavan sus vestiduras para tener acceso al árbol de la vida y entrar por las puertas en la ciudad» (que justamente es lo que celebramos hoy)—; y poniendo por en medio, por ejemplo a San Pedro, después de su confesión en la mesianismo y divinidad de Jesús, Hijo de Dios —«Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás!, porque eso no te lo ha revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos» (Mt 16,17)—; y ¿cómo no?, poniendo por ejemplo sobre todo a la Virgen María: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! […]. Bienaventurada la que ha creído, porque lo que ha dicho el Señor se cumplirá» (Lc 1,42 y 45); «bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron» (Lc 11,27); por eso «me felicitarán todas las generaciones» (Lc 1,48).
3) La segunda cosa que es oportuno recalcar hoy es el gesto del Señor, que «subió al monte y se sentó», para, desde allí, proclamar el texto programático de la Nueva Alianza, como otrora hiciera Moisés en el Sinaí: entonces la Antigua Alianza quedó rubricada en tablas de piedra y ahora se confirma con la autoridad de quien es capaz de decir: «Habéis oído que se dijo…; pero Yo os digo». Un buen israelita tiene unas buenas antenas para captar que se trata de un nuevo Legislador del pueblo, que ya no habla en nombre de Dios, como Moisés, sino en el suyo propio («aquí hay uno que es más que Salomón», dirá discutiendo con los escribas y fariseos: Mt 12,42).
4) Pero ¿qué más se puede decir sobre las bienaventuranzas que no se haya dicho y escrito? Hay multitud de libros y artículos; me permito recomendar un comentario estupendo de César Allende García, Signos y prodigios de la Palabra, Ed. Asociación Bendita María, Madrid 2011, págs. 131-205. Y ¿quiénes son hoy los bienaventurados? Por supuesto todos los santos, canonizados y anónimos, que están en el Cielo. Pero bienaventurados también los ríos de gentes que todos los días ven su vida eterna pendiente de un hilo que el Padre eterno providente fabrica y consolida; bienaventurados quienes aguantan carros y carretas llevando sobre sus hombros los pecados e injusticias de los prepotentes; bienaventurados los que sufren en el cuerpo y el alma porque nadie les echa una mano y lloran en silencio, como esos ancianos aparcados en tantas «hermosas» residencias geriátricas; bienaventurados los niños concebidos y no nacidos, cuyos padres han cortado el cordón umbilical antes de tiempo; bienaventurados tantos desgraciados que la crisis mundial está hundiendo en mayor miseria de la que ya tenían, mientras los egoístas y tiburones de las finanzas nadan en la abundancia; bienaventurados los que no juzgan a nadie, aman profundamente al pecador y nunca hacen las paces con el pecado ni se aventuran en cambalaches con el mal; bienaventuradas esas madres de familia numerosa, cuyos hijos pequeños les quitan la vida, el sueño y, con harta frecuencia, hasta el pan, que no pueden descansar un cuarto de hora seguido sin que las estén reclamando para atender a alguno, y que no pueden dejar de rezongar por limpiar tantas cacas, preparar tantos biberones y papillas, y lavar tanta ropita de niño: ¡cómo las comprende el Señor!; bienaventurados esos jóvenes novios que inician su vida matrimonial desde el baluarte de la virginidad, después de haber sufrido innumerables tentaciones por parte del Maligno y no pocos sarcasmos y burlas de sus amigos por ir contracorriente; bienaventurados esos misioneros, curas y laicos, familias en tierra de misión, que en medio de la precariedad de su vida diaria, de sus problemas y estrecheces, anuncian a Jesús, Hijo de Dios, Salvador de los hombres; bienaventurados los que no discuten guardando odio o rencor a nadie, buscando siempre la concordia y la paz; bienaventurados los hambrientos de pan y de justicia, porque a ellos está destinado el nuevo Pan del cielo; bienaventurados los que se sienten acribillados por las miradas de quienes no soportan la luz del Evangelio, los encarcelan, les hacen la vida imposible y hasta los matan.
5) Señor, Tú eres el Gran Bienaventurado que has cumplido hasta la plenitud todas y cada una de las Bienaventuranzas, Tú y tu Madre santa, Reina de los cielos. ¡Enseñadme cómo se hace!
Jesús Esteban Barranco