«En aquel tiempo, comenzó Jesús a decir en la sinagoga: “Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír. Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de sus labios. Y decían: “¿No es este el hijo de José?”. Y Jesús les dijo: “Sin duda me recitaréis aquel refrán: ‘Médico, cúrate a ti mismo’; haz también aquí en tu tierra lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún”. Y añadió: “Os aseguro que ningún profeta es bien mirado en su tierra. Os garantizo que en Israel había muchas viudas en tiempos de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías, más que a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo; sin embargo, ninguno de ellos fue curado, más que Naamán, el sirio”. Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo empujaron fuera del pueblo hasta un barranco del monte en donde se alzaba su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y se alejaba». (Lc 4, 21-30)
Este fragmento del Evangelio de San Lucas nos recuerda que el sábado era el día de descanso y de oración para los judíos por mandamiento de Dios, según se recoge en el libro del Éxodo. En este día se reunían para instruirse en la Sagrada Escritura.
La reunión comenzaba recitando juntos la Shemá —resumen de los preceptos del Señor— y las Dieciocho bendiciones —las tres primeras son bendiciones de alabanza, las tres últimas son bendiciones de agradecimiento; y las trece intermedias son bendiciones pidiendo respuesta a necesidades comunitarias y personales—, después se continuaba leyendo un pasaje del Pentateuco, el libro de la Ley y otro de los Profetas. El que dirigía la sesión invitaba entonces a algunos de los presentes que conociesen bien las Escrituras a dirigir la palabra al resto del público. También podía ocurrir que se levantara voluntariamente alguno de los asistentes y solicitara el honor de cumplir ese encargo. La reunión terminaba cuando el presidente de la asamblea, o bien un sacerdote impartía la bendición a la que los asistentes contestaban Amen (Núm 6,22 ss.).
Leemos en este evangelio cómo Jesús se levanta y lee pasaje de Isaías que anuncia que la llegada del Mesías, en el que se describe que librará al pueblo de sus aflicciones: el pecado, la esclavitud del demonio, la muerte eterna. Señala el Señor que ha llegado ese momento en que se va a ir realizando el plan divino. Jesús nos enseña cómo instruir al pueblo, algo que queda como mandato suyo para siempre, tal como por ejemplo constatamos en diversos capítulos de los Hechos de los apóstoles (Act,35; 14, 24, etc.), y en la misión apostólica de la Iglesia que perdura por los siglos de los siglos.
Durante su estancia en la tierra Jesús realizó milagros, cuya finalidad no fue primordialmente remediar dolores, sino mostrar su misión divina de redención universal y eterna. Además, movido por su misericordia, hizo curaciones, libró a endemoniados, etc., pero no curó toda enfermedad, ni suprimió todas las penas, sino que mostró que el sufrimiento y toda oscuridad, unidos a Él adquieren un valor incalculable cara a la felicidad eterna. Deja ese legado a todos: aceptar que estamos aquí para alcanzar la gloria eterna del paraíso.
Los habitantes de Nazaret escuchan al principio con agrado las palabras llenas de sabiduría de Cristo, pero después se sienten heridos y, llevados quizás de una confianza no entendida, le exigen insolentemente que haga allí milagros. Podemos preguntarnos ¿los piden para convertirse? No parece que sea esa la razón. Por ello el Señor, que escruta los corazones, no hace milagros y les reprocha su postura, y muestra su autoridad con las palabras y con los hechos.
Una de las lecciones que se deduce de este evangelio para aplicarla a nuestra vida es la necesidad de proclamar la verdad sin respetos humanos y, al mismo tiempo sin imponer nada y sin discusiones invalidantes. Pueden ayudarnos a ver la actualidad del mensaje, unas palabras de Benedicto XVI con motivo de la beatificación del Cardenal Newman: “…Cada uno de nosotros tiene una misión, cada uno de nosotros está llamado a cambiar el mundo, a trabajar por una cultura de la vida, una cultura forjada por el amor y el respeto a la dignidad de cada persona” (18-IX-2010).
Y esto es especialmente importante ahora, porque estamos en el Año de la Fe. El actual Prelado del Opus Dei, secundando el querer del Papa ha escrito una extensa carta sobre el modo de vivir este año. Está fechada el 29 de septiembre. En ella en el número veinticinco se recoge: “En medio de coyunturas sociales y morales semejantes o peores que las que atravesamos ahora, comenzó la Iglesia con el afán de cambiar la atmósfera del decadente imperio romano, y así hemos de trabajar los cristianos siempre, buscando con decisión llevar el ambiente de Cristo a la humanidad”.
En definitiva, nos ayuda este pasaje a sentirnos buscadores y servidores de la Verdad, contenida en los libros sagrados —el Antiguo y el Nuevo Testamento— y cuyo depósito lo constituye la Tradición y el Magisterio de la Iglesia. Este precioso y responsable deber es consecuencia de ser discípulos de Cristo —Camino, Verdad y Vida—, que constituye nuestro modelo.
Tal como vemos en este Evangelio, no siempre la verdad es captada fácil y serenamente, pero ello no es más que un acicate para seguir adelante, porque como señala Benedicto XVI en el número quince de la Porta Fidei: “Las pruebas de la vida, a la vez que permiten comprender el misterio de la Cruz y participar en los sufrimientos de Cristo (cf. Col, 1, 24), son preludio de la alegría y la esperanza que conduce a la fe (…). Nosotros creemos con firme certeza que el Señor Jesús ha vencido el mal y la muerte”.
Gloria Mª Tomás y Garrido