«En aquel tiempo, llegó Jesús a la otra orilla, a la región de los gerasenos. Desde el cementerio, dos endemoniados salieron a su encuentro; eran tan furiosos que nadie se atrevía a transitar por aquel camino. Y le dijeron a gritos: “¿Qué quieres de nosotros, Hijo de Dios? ¿Has venido a atormentarnos antes de tiempo? Una gran piara de cerdos a distancia estaba hozando. Los demonios le rogaron: “Si nos echas, mándanos a la piara”. Jesús les dijo: “Id”. Salieron y se metieron en los cerdos. Y la piara entera se abalanzó acantilado abajo y se ahogó en el agua. Los porquerizos huyeron al pueblo y lo contaron todo, incluyendo lo de los endemoniados. Entonces el pueblo entero salió a donde estaba Jesús y, al verlo, le rogaron que se marchara de su país». (Mt 8,28-34)
Al leer este Evangelio me ha venido a la mente, lo primero, la “muerte”, el sufrimiento de los endemoniados, aislados del mundo, viviendo entre sepulcros, impuros por tanto. Pero frente a este sufrimiento aparece Jesús, que no se ha quedado a esperarlos porque conoce su incapacidad para ir hacia Él, y ha cruzado el mar a la “otra orilla” —anticipo de la muerte que encontrará en Jerusalén— y llega allí de forma que los que viven sometido a ella lo reconocen al instante y saben ya que Él ha venido a destruir su poder sobre el mundo.
Esto me ha recordado una parte de la primera lectura del pasado domingo:
“Porque Dios no ha hecho la muerte, ni se complace destruyendo a los vivos”. (Sb 1, 13). En efecto, Él se ha acercado allí a liberarlos, a quitarles los demonios y devolverlos a la vida; no cómo los demonios, que lo primero que producen al llegar a los cerdos es la muerte de todos ellos.
Todo esto me ha llevado a repasar esta parte del libro de la Sabiduría, donde encuentro una primera reflexión fundamental en el versículo anterior: “No os procuréis la muerte con vuestra vida extraviada, ni os acarreéis la perdición con las obras de vuestras manos”. (Sb. 1,12-13)
Ciertamente, somos nosotros los que nos perdemos, muchas veces incluso sin darnos cuenta, simplemente dejándonos llevar por lo que el mundo piensa, y en ese sentido nos es necesario revisar los versículos posteriores a las citas de antes (Sb. 2, 1-24) y hacer un examen de conciencia. Vemos en ellos, con toda claridad, la diferencia entre el hombre “mundano” y el hombre que vive en la voluntad de Dios (Jesucristo) al que estamos llamados a imitar.
Frente a estas reflexiones se entiende muy bien la reacción de la gente del lugar, que no ve a dos hombres liberados sino a un montón de cerdos muertos. ¡Menudo descalabro económico para la comarca! Y claro, culpa de Jesús, no del demonio… ¿Acaso no es esto lo que vivimos hoy? Un afán desmesurado de riqueza que aparta a Dios de la vida y nos hace perder el norte y sobre todo la esperanza.
Frente a ello, los últimos versículos de la cita mencionada nos dicen: “Así discurren, pero se equivocan, pues los ciega su maldad. Desconocen los misterios de Dios, no esperan el premio de la santidad, ni creen en la recompensa de una vida intachable.
Dios creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser; mas por envidia del diablo entró la muerte en el mundo, y la experimentan los de su bando”.
Así pues discurramos dónde estamos, en qué nos afanamos y cómo vivimos, no vaya a ser que estemos en el bando equivocado, muertos por tanto.
Si es así no dudemos que Jesús está ahí, dispuesto a darnos su Espíritu Santo para devolvernos a la vida. Así que estemos atentos a su aparición en nuestra vida. Pero no solo vemos esto egoístamente, para nuestra propia salvación; no olvidemos que, como bautizados, nosotros somos el cuerpo de Cristo en esta generación, y los que viven sometidos al demonio, sin conocer a Jesús, necesitan que se lo hagamos presente. Así que, por favor, no nos equivoquemos de bando. El Señor sabe de nuestra debilidad y nos da su gracia para cubrirla, pero nuestra voluntad debe ser seguirle a Él y estar atentos a los engaños que el demonio nos ponga por delante.
Antonio Simón