En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos». (Mateo 5, 13-18)
“Vosotros sois la luz del mundo”, dice Jesús a sus discípulos. Aunque el mundo quiera ocultar esta luz debajo de un celemín, jamás podrán apagarla; y es que si hay una situación en que el mundo manifiesta su impotencia es justamente cuando intenta apagar la luz que Dios encendió en sus discípulos.
Jesús, Luz del mundo (Jn 8,12), fue arrojado a lo profundo del sepulcro en un vano intento de las tinieblas con su Príncipe al frente, por ahogar la Luz. No solamente no lo consiguieron, sino que asistieron atónitos a la Resurrección de quien creían vencido; y por si fuera poco llenó su reino, el de las tinieblas, de su Gloria. Juan en el Prólogo de su evangelio describe la victoria de la Luz sobre las tinieblas en estos términos: “La Luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la vencieron” (Jn 1,5).
El problema es que tenemos que despojarnos de una religiosidad superficial para poder convertirnos a Jesús y su Evangelio, pues, como dijo Jesús a Nicodemo, el pecado original nos induce a amar más las tinieblas que la Luz (Jn 3,19…).
No son pocos los casos de santos a lo largo de la historia, a quienes hombres y mujeres aparentemente piadosos arrojaron al celemín con la vana pretensión de librarse de ellos, de su luz. A su debido tiempo, su Señor hizo saltar en pedazos el celemín en el que les habían recluido. Hoy los veneramos como luces del mundo, reflejos de la Luz del Hijo de Dios.