«En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: “No todo el que me dice «Señor, Señor» entrará en el reino de los cielos, sino el que cumple la voluntad de mi Padre que está en el cielo. El que escucha estas palabras mías y las pone en práctica se parece a aquel hombre prudente que edificó su casa sobre roca. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y descargaron contra la casa; pero no se hundió, porque estaba cimentada sobre roca. El que escucha estas palabras mías y no las pone en práctica se parece a aquel hombre necio que edificó su casa sobre arena. Cayó la lluvia, se salieron los ríos, soplaron los vientos y rompieron contra la casa, y se hundió totalmente”». (Mt 7,21.24-27)
Cuántas veces me he encontrado haciendo de mi fe, de mi catolicismo, un ídolo; lo he resumido a una serie de normas y de leyes que se han de cumplir. Es más, incluso esas leyes las he adaptado a mi medida para dar la talla, haciendo de la fe mi proyecto y así poder comparar a los demás y considerarlos inferiores. ¡Qué engaño mas grande!, que me hace clasificar a los de mi rango en cristianos de primera y al resto de segunda, tercera…. . ¡Madre mía si Dios hiciera eso! ¿En qué escalón estaría yo? Entraría entre esos que dicen “Señor, Señor”, y que por el miedo que le tengo a la muerte, vivo de por vida condenado a ofrecérmelo todo, condenado a la insatisfacción.
En medio de todo esto, aparece —siempre presente— el “hombre viejo”, que hoy más que nunca juzga. ¡Qué fácil es juzgar al otro!: ¡Son unos sinvergüenzas, unos canallas! Pero esto no es gratuito.
La religión busca respuestas a todo, en las liturgias, en “hacerse bueno”, en creer que Dios te va a premiar y que va a castigar a los malvados… Y entonces toda la libido la pone uno en la ley, en una moral, en un no se qué que le hace ser distinto a los demás y busca una satisfacción, una compensación. De pronto todo se cae ante el escándalo del mal, y ves cómo los sinvergüenzas se hacen mas ricos. ¿No? Sus hijos tienen mejores carreras, se abren mas fácil camino en la vida. Y tú, hombre religioso, te ocurre lo contrario; y experimentas que tienes una norma que te constriñe pues te prohíbe hacer esto y aquello, con lo cual te hace sentir un tonto que vive dando culto a un dios que nunca te ha dado respuestas, que nunca ha apoyado tus proyectos… ¡Y la religión se cae! Este es el origen de la insatisfacción, porque en la cruz, Dios ha revelado al hombre quien es él.
¿Quién es el hombre? ¿Quién soy yo?¿Qué hago aquí? ¿Soy una casualidad o tengo un origen y un destino? ¿Simplemente mi final es la muerte?… Dios ha dicho al hombre quién es él: ¡Hijo mío eres tú! Podrán venir lluvias de problemas, ríos de sufrimientos, vientos que quieran sembrar confusión, pero nuestra casa no se caerá porque sabemos quiénes somos y a qué estamos llamados.
Juan M. Balmes