Ya Jeremías, con su in-confundible estilo, nos había alegrado el oído y el corazón con la be- llísima promesa de que Dios mismo se escribiría con su Palabra en el corazón y espíritu del hombre. Corazón y espíritu que serán las nuevas y definitivas Tablas de la Ley-Palabra salvadora: «He aquí que días vienen en que yo pactaré con la casa de Israel una nueva alianza… Ésta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días. Dice Yahvéh: Pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escri- biré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (Jr 31,31-33).
¿Y qué diremos del grito desgarrador de David que oímos en el salmo 51? ¡Dios mío, crea en mí un corazón puro! Míralo, es sólo barro, compa- décete de él. Un corazón así contrito y humillado no lo puedes despre- ciar. Recogemos el corazón de este hombre y adivinamos la súplica que se le quedó en los labios. Es como si el salmo continuara así: Es toda una marea de debilidad e incluso iniquidad la que se eleva hacia ti. Es un dolor insoportable, mas también es un corazón que desea amarte, y ahí está el dolor de todos los dolores porque no te puede amar. ¡Haz algo! ¡Desciende, inclínate! ¡Escríbete sobre mi barro!
No hay la menor duda de que nos es fácil descubrir al Rey de Israel detrás de cada una de estas súplicas cuyos ecos estremecen el alma. En cuanto a su amor a Dios, sí es cierto que lo amó con locura en un tiempo. Aún recuerda cuando se fió de Él y se enfrentó a Goliat con una simple honda. No es que se apoyase en ésta, sino en la mano de Yahvéh que habría de estar con él en el momento de usarla. Al lado de ésta, cuántas historias más se tejieron entre él y Dios.
Aun así, se conoce lo suficiente como para saber que su corazón es más dado a la traición que a la lealtad. Su sabiduría consiste en que no se conforma con ello. Y ahí lo tenemos gritando, suplicando, clamando: ¡Dios mío, crea en mí un corazón nuevo, escribe tu Palabra creadora en este pobre barro que soy! Escríbete sobre mi debilidad.
Dios oyó a David, a todos los que, como él, pusieron su fragilidad en sus manos. Descendió, se inclinó y escribió en sus barros. Lo hizo incluso literal y visiblemente tal y como lo podemos apreciar en el texto en el que los fariseos presentan al Hijo de Dios una mujer sorprendida en adulterio (ver Jn 8,1-11).
El episodio es, por todos, conocido. Le presentan a esta mujer con la sentencia ya dictada a viva voz por sus acusadores. El cuadro escéni- co no puede ser más desolador: una acusada cuya debilidad está al descubierto y unos acusadores que la mantienen bien oculta. Digo esto porque, según la ley, que con tanto ahínco defienden y pregonan, adúl- tero, en la espiritualidad de los profetas, es todo aquel que da culto a los ídolos. Adúlteros son estos que dan culto, por ejemplo, a su propia gloria despreciando la gloria de Dios, tal y como Jesús les hizo saber: «¿Cómo podéis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios?» (Jn 5,44).
Tan solapado tienen su adulterio que no se enteran de nada. Ni siquiera de lo que rezan cuando recitan los salmos o los escritos de Moisés y los profetas. De lo que no tienen la menor duda es del adulterio de esta mu- jer. Por eso la llevan donde Jesús. Muy fieles ellos, sienten la necesidad de cumplir lo establecido.
Al oírles, «Jesús, se inclinó y se puso a escribir con el dedo en la tierra, en el barro». Su actitud encierra una catequesis que conmueve nuestras entrañas hasta estremecerlas. Tengamos en cuenta que, en Juan, la palabra tierra tiene una connotación especial. Apunta al hombre terre- no creado del polvo. Juntamente con esto, conviene explicar que en la espiritualidad bíblica, el dedo de Dios representa su poder creador. De hecho, uno de los muchos títulos que la Iglesia ha atribuido al Espíritu Santo en su actividad es el de «Dedo de la derecha del Padre».
Jesús, que es uno con el Padre (ver Jn 10,30), está haciendo visible la esencia real de su Encarnación. Con su dedo escribe en la tierra, ¡en el barro que somos! ¡Está escribiendo su Palabra en el hombre tal y como fue profetizado por Jeremías!, profecía que ya hemos visto.