«En aquel tiempo, Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en sus sinagogas, anunciando el Evangelio del reino y curando todas las enfermedades y todas las dolencias. Al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor. Entonces dijo a sus discípulos: “La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies”. Y llamando a sus doce discípulos, les dio autoridad para expulsar espíritus inmundos y curar toda enfermedad y dolencia. A estos doce los envió con estas instrucciones: “ld a las ovejas descarriadas de Israel. Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios. Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis”». (Mt 9,35-10,1.6-8)
Lo primero que llama poderosamente la atención de este evangelio es la constatación de la inmensa misericordia de Dios manifestada en Jesús, el cual: “al ver a las gentes, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, como ovejas que no tienen pastor”. Jesús ve la gran miseria de la gente y se compadece de ella, pero conoce que no hay desgracia mayor que la de estar lejos de Dios por el pecado. Pues el hombre que no conoce el amor de Dios se encuentra en esta tierra sumido en la mayor desorientación, por lo que anda “extenuado y abandonado, como oveja que no tiene pastor”, sin saber a dónde dirigirse para hallar alivio a su necesidad. Por eso, Jesús envía a sus discípulos a fin de que le acompañen en su misión de traer la paz y la salvación, y les confiere un doble poder: el de expulsar espíritus inmundos y el de curar toda enfermedad y dolencia.
Esta es la misión de la Iglesia, en continuidad con la misión de Jesús: al igual que Él ha de proclamar que “el Reino de Dios está cerca”. Cuando Dios no reina en el corazón del hombre es porque hay otro señor aposentado en él; señores que someten al hombre a la triple concupiscencia: la del corazón, la de los ojos y la soberbia de la vida. Sus frutos los conocemos: inmoralidad, injusticia y dominio del hombre sobre el hombre. Pero si Dios reina en el corazón del hombre todo cambia, pues los poderes que le someten son destruidos y el hombre es revestido de su nueva condición de hijo de Dios, vencedor del pecado y de la muerte. Así se especifica el poder dado por Jesús a su Iglesia: “Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios”.
“La señal de que el Reino de Dios ha llegado a vosotros es que los demonios se os someten y, en consecuencia, los ciegos ven, los leprosos son curados, los muertos resucitan y a los pobres se les anuncia el Reino”, dirá el Señor. Esto es lo que sucede en aquellos que lo acogen cuando el Evangelio es proclamado. El hombre, que está ciego porque no ve el amor de Dios en su historia —y por ello reniega, juzga y maldice— al recibir el evangelio de la vida puede “ver” la misericordia de Dios en su vida y bendecir al que antes maldecía.
El hombre, muerto en vida a causa de sus pecados, queda sanado cuando acepta la misericordia. Aquel que estaba muerto porque no tenía vida, sumido en la tristeza y la desesperación por encontrarse en un mundo absurdo y sin salida, halla la vida al abrazar la Palabra de vida. Y los pobres que viven sin esperanza son reconfortados porque se les proclama la inmensidad del amor de Dios que cubre la multitud de sus pecados —quedando bien entendido que los pobres de los que habla el evangelio no son los pobres sociológicos, sino los pobres de espíritu, de los que es el Reino de los cielos. En efecto, verdaderamente pobre es el pecador que reconoce su pecado, como el fariseo de la parábola, que por no tener, no tiene justificación siquiera. En cambio, el fariseo, lleno de sus obras, es inmensamente rico, como rico puede ser el pobre sociológico si está lleno de rencor, envidia y ambición. Y ya sabemos que es muy difícil para un rico el entrar en el Reino de Dios.
Otra lección podemos extraer de este evangelio. La misión de los discípulos es la misión misma de Cristo: hacer presente en el mundo la misericordia de Dios Padre. Y la cumple del mismo modo que la llevó a cabo Cristo, cabeza de la Iglesia: portador del amor hasta la entrega total de su vida. También la Iglesia, llamada al servicio de los hombres, está para dar vida al mundo, a costa de su propia vida si fuera preciso. No podemos olvidar nuestra misión en estos tiempos recios que nos ha tocado vivir. Es tiempo de resistencia al mundo avasallador y de sumisión a la voluntad de Dios. Solamente proclamando el evangelio de la verdad se podrá alumbrar la esperanza y llegará la paz al mundo.
Ramón Domínguez