Pasamos ahora a ver la “hendidura de la Roca” no solo como lugar junto a Dios sino también como refugio, aquel del que tienen buena y grata experiencia todos los amigos de Dios. Refugio acerca del cual la Sagrada Escritura, en especial los Salmos, hace mención con frecuencia. Es un refugio en el que los buscadores de Dios se sienten seguros porque saben que están “a la sombra de sus alas”, es decir, protegidos por el mismo Dios.
En este sentido nos acercamos con incontenible gozo a la experiencia de fe del autor del Salmo 91. Este israelita, figura de Jesucristo y de cada uno de sus discípulos, ha buscado a Dios y lo ha encontrado, como ocurre siempre, tal y como nos dice el Evangelio (Lc 11,10). Porque lo ha encontrado se ha hecho acreedor del odio del mundo, como muy bien aclara el Señor Jesús: “Si fuerais del mundo, el mundo amaría lo suyo; pero, como no sois del mundo, porque al elegiros os he sacado del mundo, por eso el mundo os odia” (Jn 15,19).
Este buscador no es un héroe ni tiene por qué serlo; tiene miedo ante el peligro como cualquier otro. Es débil, siente el peso del temor, incluso es presa del pánico. Sin embargo, la calidad de su búsqueda ha hecho de él un hombre sabio, tiene discernimiento; no va a renunciar bajo ninguna presión al “complemento de su corazón y de su espíritu”. Así las cosas, toma una decisión tan asombrosa como audaz: la de plantar su tienda, su vida, en la intimidad y secreto del Encontrado. En el tú a tú con Él, sus labios dejan fluir su confianza, su certeza de que, cobijado bajo su sombra, está perfectamente protegido: “El que mora en el secreto de Yahvé pasa la noche a su sombra diciéndole: ¡Señor mío y Dios mío, tú eres mi refugio y fortaleza, en ti confío!…” (Sal 91,1-2).
La oración de este hombre tendría que formar parte de la más selectísima antología de los textos místicos de todos los tiempos. La belleza de este salmo está tanto en lo que sale de la boca de este israelita como en lo que sale de la de Dios, porque Él le responde. Escuchémosle: “Se puso junto a mí: lo libraré; lo protegeré porque conoce mi nombre, me invocará y lo escucharé. Con él estaré en la tribulación, lo defenderé, lo glorificaré, lo saciaré de largos días y le haré ver mi salvación” (Sal 91,14-16).
El lugar junto a Dios que todo buscador encuentra no es solamente una especie de espacio protegido, una especie de reserva que nos defiende de las embestidas del mal. Lo cierto es que, aun siendo ya esto algo enormemente grandioso, es de hecho insuficiente a la luz del derroche y magnanimidad propios de Dios…, del que podríamos decir que es un manirroto con sus dones. Sucede que el Amor es así y no puede ser de otra forma. Es por ello que en este lugar, a la sombra de las alas de Dios, el hombre se siente no solo seguro sino también amado, entrañablemente amado por Él; es más, sabe que en ese lugar es donde hace la experiencia de ser la niña de sus ojos (Sal 17,8).
A este lugar le llamaremos santo porque está colmado de la gloria de Dios. Se convierte en hogar, el tuyo, el que has buscado y encontrado, el que tú mismo has defendido ante las dudas e incredulidades que acompañan de forma natural todo crecimiento en la fe. No es, pues, de extrañar que Dios dé rienda suelta a sus ternuras con todos aquellos que toman posesión de Él. Nos estamos refiriendo a la multitud de hombres y mujeres que apartaron con sus manos otras metas y lugares para quedarse con un solo lugar, el que les permitió conocer a Dios. A estos, como dice proféticamente la Sagrada Escritura, Dios les reserva sus vinos más refinados; o, como dice el salmista, tiene reservado para ellos la inmensidad y grandeza de su amor y bondad: “¡Qué grande es tu bondad, Dios mío! Tú la reservas para los que te aman, se la brindas a los que a ti se acogen” (Sal 31,20).
Ante tan enorme cuantía de dones, el hombre no puede quedar impasible; también él tiene sus riquezas de amor con el sello de intimidad propio de quien ha sido moldeado en su interior por Dios. Entramos en el campo del pudor del alma, por la que salen a la luz manifestaciones íntimas que sólo a Dios pertenecen…; además resulta que solamente Él las puede entender. Envuelto en esta experiencia, comprendemos la respuesta explosiva que resuena a lo largo y a lo ancho de las invisibles paredes del corazón, y que nos viene dada por el salmista: “¡Bendito sea mi Dios que me ha brindado maravillas de amor en ciudad fortificada!” (Sal 31,22). En ciudad fortificada, en la hendidura que tenías preparada para mí, en la abertura de la herida del costado de tu Hijo, mi Señor y mi Roca. ¡Bendito seas, Señor mío y Dios mío.
A estas alturas, el buscador ya se sabe identificado con la esposa del Cantar de los Cantares (Ct 2,3…). Se ha sentado a la sombra de Dios, su esposo; lo ha encontrado. La fatiga de la búsqueda ha tenido su compensación, se ha acomodado a gusto con Él. La esposa es figura profética del discipulado en la faceta representada por María de Betania, que encontró su lugar a los pies del Señor Jesús escuchando su Palabra. Oigamos lo que Jesús dijo acerca de ella: “María ha elegido la parte buena, que no le será quitada” (Lc 10,42). De todas formas se hablará de esta mujer con más detenimiento y profundidad en otra ocasión.
Volvemos a la esposa del Cantar de los Cantares: Ha encontrado su lugar. No le ha sido fácil su búsqueda, mas al fin puede reposar toda ella en su Amado. Ya no pide nada más, tampoco lo necesita; sin embargo, su esposo sí quiere darse a ella superando sus expectativas. La toma en sus brazos y la lleva a la bodega donde manan como fuentes los verdaderos vinos de la fiesta y del amor. Vino al que san Agustín le da un nombre: el Evangelio, el que se lee desde el alma, no desde la mente. Desde el alma, solo ella, y porque está enamorada, sabe leer a Dios… También es cierto que precisamente porque está así, tan locamente enamorada, Dios se lo pone fácil, le abre sus secretos escondidos en la letra de la Palabra.
Antonio Pavía