«En aquel tiempo, Jesús, para explicar a sus discípulos cómo tenían que orar siempre sin desanimarse, les propuso esta parábola: “Había un juez en una ciudad que ni temía a Dios ni le importaban los hombres. En la misma ciudad habla una viuda que solía ir a decirle: ‘Hazme justicia frente a mi adversario’. Por algún tiempo se negó, pero después se dijo: “Aunque ni temo a Dios ni me importan los hombres, corno esta viuda me está fastidiando, le haré justicia, no vaya a acabar pegándome en la cara”. Y el Señor añadió: “Fijaos en lo que dice el juez injusto; pues Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos que le gritan día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará justicia sin tardar. Pero, cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?”». (Lc 18,1-8)
La oración es el arma principal que permite al cristiano mantenerse firme en la fe. Por ello es necesario orar siempre sin interrupción. Contra las insidias del demonio que se empeña en mostrarnos que nuestra historia está mal diseñada y que Dios se olvida de nosotros, la oración nos permite entrar en la voluntad de Dios, sabiendo que todo, a pesar de las apariencias, es gracia y está encaminado hacia nuestra salvación.
Esta es la situación que nos presenta el evangelio con la parábola de la viuda insistente. Hay una viuda que se ha visto despojada injustamente de sus bienes por un enemigo y acudía insistentemente ante el juez para que le hiciera justicia, y aunque este ni temía a Dios ni respetaba a los hombres y nada le importaba del sufrimiento de la pobre viuda, acabó cediendo a su petición, simplemente para no seguir siendo molestado y olvidar el asunto.
Esta parábola es un fiel reflejo de nuestra realidad, puesto que nuestro caso es semejante al de la viuda, ya que nosotros hemos sido despojados injustamente de nuestros bienes por un enemigo, que con engaños nos ha arrebatado lo más precioso que Dios nos ha concedido: nuestra llamada a ser hijos en el Hijo, a la comunión con Dios, nuestra filiación divina. Por ello es necesario clamar ante el justo Juez para que se nos haga justicia. Y si aquel mal juez acabó cediendo ante las persistentes peticiones de la viuda, el justo Juez, que ha acudido personalmente para hacernos partícipes de la Justicia y devolvernos lo que nos corresponde por donación divina, ¿no va a escuchar a los que claman a Él?
Dios nos justifica sin demora, porque es Padre amoroso y aguarda a que sus hijos perdidos vuelvan a Él para ser revestidos de su dignidad de hijos, y poder recuperar a los que se habían extraviado.
Pero queda pendiente una cuestión: porque el juez indolente cede ante la presión de la viuda y Dios acoge a quien se vuelve a Él, pero no fuerza la libertad del hombre, y para poder exigir justicia es preciso reconocer que se nos ha hecho injusticia, y muchos de nuestros contemporáneos son inconscientes, están absorbidos por las cosas de la tierra e ignoran la verdad de su ser. Si no saben sobre sí mismos y están sordos a la palabra de Dios que los llama a la comunión con Él, si no saben leer en los acontecimientos negativos y en los sufrimientos de la vida, las consecuencias del despojo de su ser del que ha sido objeto por parte del Maligno, ¿cómo podrá exigir justicia? Por esa razón concluye el evangelio: Dios viene para hacer justicia al hombre injustamente despojado por el demonio de filiación divina. Pero cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?
Con frecuencia nos quejamos de lo mal que van las cosas, de las injusticias y sufrimientos que vemos a nuestra alrededor o que nos atañen personalmente, pero en vez de volvernos hacia Aquel que viene a traer la paz a la tierra, maldecimos nuestra suerte y nos hundimos en la desesperación.
Sin embargo, únicamente hay un modo de vivir en medio de los sufrimientos de la vida: la fe, la plena confianza en Aquel que nos ama ciertamente; el abandono en su voluntad, que todo lo permite para nuestro bien, y para ello es necesaria la oración, combatir para entrar en la voluntad de Dios rechazando las insinuaciones del demonio que pretende inocularnos el veneno de la duda. Quien cree, ama y quien ama ora, y quien ora es escuchado; pero, ¿queda fe sobre la tierra?
Ramón Domínguez