«En aquel tiempo, empezó Jesús a explicar a sus discípulos que tenía que ir a Jerusalén y padecer allí mucho por parte de los ancianos, sumos sacerdotes y escribas, y que tenía que ser ejecutado y resucitar al tercer día. Pedro se lo llevó aparte y se puso a increparlo: “¡No lo permita Dios, Señor! Eso no puede pasarte”. Jesús se volvió y dijo a Pedro: “Quítate de mi vista, Satanás, que me haces tropezar; tú piensas como los hombres, no como Dios”. Entonces dijo Jesús a sus discípulos: “El que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga. Si uno quiere salvar su vida, la perderá; pero el que la pierda por mí la encontrará. ¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? ¿O qué podrá dar para recobrarla? Porque el Hijo del hombre vendrá entre sus ángeles, con la gloria de su Padre, y entonces pagará a cada uno según su conducta”». “(Mt 16, 21-27)
¿Por qué llama Jesús a sus discípulos a cargar con la propia Cruz?, se pregunta el Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica (n.123). La respuesta que ofrece es sencilla y luminosa: “Al llamar a sus discípulos a tomar su cruz y seguirle (cf. Mt 16, 24), Jesús quiere asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios”.
Jesús ha cambiado el sentido a la cruz. De instrumento de muerte, la ha convertido en instrumento de salvación. Su muerte en el madero nos ha rescatado de manera única, perfecta y definitiva, y nos ha abierto a la comunión con Dios. Ave crux, spes unica, Salve, oh cruz, única esperanza: es la piadosa exclamación que el pueblo cristiano dirige a la cruz desde hace siglos.
Ante la cruz caben varias actitudes. La primera es el rechazo por ver en ella una locura o una necedad. Es el proceder de aquel pobre personaje de la historia que recoge Chesterton en La esfera y la cruz. Un hombre que odiaba tanto el crucifijo que lo eliminó de todo lo que estaba a su alcance. Decía que era feo, un símbolo de barbarie, contrario al gozo y a la vida. Llegó incluso a trepar al campanario de una iglesia para arrancar la cruz y arrojarla desde lo alto. Su odio a la cruz se transformó en locura cuando una tarde de verano se detuvo en una pradera y la emprendió contra una empalizada al imaginarse que era un ejército de cruces unidas entre sí colina arriba y valle abajo. Fue destrozando con furia los palos que encontraba a su paso porque cada uno era para él una cruz. Al llegar a casa seguía reconociendo cruces por todas partes, pateó los muebles, les prendió fuego, y a la mañana siguiente lo encontraron cadáver en el río. Chesterton termina el relato con una moraleja: se comienza por despedazar la cruz y se termina por destruir el mundo.
Otra actitud hacia la cruz es el temor. No se comprende su sentido y se valora como un mal a evitar. Le ocurrió a Pedro cuando, asustado ante el anuncio que Jesús hizo de su pasión, le intentó persuadir de evitar la cruz, recibiendo del Señor esas palabras tremendas: – Quítate de mi vista, Satanás,…; tú piensas como los hombres, no como Dios. Pero hay otras muchas actitudes negativas ante la cruz: la tristeza, por percibirla como una desgracia que roba la felicidad; la resignación, al acogerla como un mal inevitable que no hay más remedio que tolerar… ¡Qué difícil es comprender el sentido de la cruz y qué difícil es tantas veces aceptarla!
En la vida cristiana no hay otro camino que el de aceptarla confiadamente la cruz de cada día. Una enfermedad, un fracaso, la fricción con una persona en el trabajo o en el tráfico, una puesta en evidencia de nuestras limitaciones o defectos…: son invitaciones de Jesús a tomar la cruz, y ocasiones propicias para llevarla con garbo. ¿No es bello percibir en el evangelio de hoy que Jesús invita a llevar la cruz, pero no la impone? No nos la plantea como una exigencia descarnada y sin sentido, sino como una oportunidad para estar con Él y acompañarle. La cruz es suave y llevadera si la aceptamos con generosidad y alegría. Además, ¡siempre es Él mismo quien la lleva! Solo son tristes las cruces rechazadas o las cruces que nos inventamos o las que exageramos.
La cruz de cada día nos va indicando la voluntad de Dios. Y al aceptarla viene la felicidad y nuestra vida se hace eficaz y redentora. ¿No es verdad que en cuanto dejas de tener miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones, los sufrimientos físicos o morales? Es verdaderamente suave y amable la Cruz de Jesús. Ahí no cuentan las penas; sólo la alegría de saberse corredentores con El. (S. Josemaría, Via crucis, II Estación).
Juan Alonso