«En aquel tiempo, proclamaba Juan: “Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo”. Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: “Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto”». Mc 1 7-11Marcos
En su tiempo, ver a Jesus, hijo de María de Nazaret y de José de Belén, puesto en el trance de recibir el bautismo de Juan, pudo pasar desapercibido. El círculo de personas que conocían sus desconcertantes rasgos esenciales era reducido y cauto. Desde luego, su madre no dejaba de tener presente la anunciación-encarnación, y un hijo de David cual era José, no podía olvidar sus graves decisiones en obediencia a revelaciones recibidas en sueños. Desde su nacimiento, todos los acontecimientos —los pastores, los reyes de oriente, las exclamaciones de Simeón y de la profetisa Ana…— iban corroborando que algo sublime estaba deviniendo. Lo confirmó el propio Jesús niño, asombrando a los doctores de la ley, y en su territorio (el templo), con sus preguntas y respuestas, completamente involucrado en «las cosas de mi padre».
Si bien se mira, la interrelación entre las vidas de Juan y de Jesús es muy grande. Sorprende la cantidad de veces que Juan el Bautista aparece en los Evangelios; hasta el extremo que uno y otro se ven precisados a aclarar que uno no es el otro; Juan declara no soy el Cristo; y Jesus aclara «no soy Juan» (reencarnado). Pero lo cierto es que Jesús se presenta en la otra orilla del Jordán, junto a los pecadores que esperan la limpieza que proporcionaba el bautismo de Juan con agua. Todas la explicaciones ahondan las preguntas:
—¿Acaso se presentó porque se sentía pecador? No; se hizo semejante a nosotros en todo menos en el pecado.
—¿Acaso hizo teatro y «aparentó ser un pecador»? No: en Él no hay doblez ni engaño.
—¿Lo hizo como un gesto penitencial, humillándose públicamente? No, nunca actuó «cara a la galería», sino con consistencia vital plena. Si, si: no, no.
—¿Se infiltró en el tinglado que Juan tenía montado para desacreditarlo o destruirlo, como haría con los mercaderes del Templo? No; tenía en gran estima a Juan, a su misión y a su autoridad.
—¿Tal vez se presentó ante Juan para «tomar el relevo» como gran profeta en Israel? No; en modo alguno Jesús le prohibe a Juan que continue con su trabajo, su ascesis, y sus bautismos.
Entonces, ¿qué significa el bautismo de Jesús en el Jordán? Por cuanto a mi respecta, me quedo con el misterio. Para algo es el primer «misterio luminoso» que ha enriquecido el Rosario. Y fue el propio Jesús quien dejó sin resolver la autoridad de Juan. Cuando los fariseos apostrofan contra Cristo sobre su autoridad, Él les pregunta, precisamente, con qué poder bautizaba Juan. Y sopesando la disyuntiva concluyeron: «no lo sabemos». Y Jesus zanjó «tampoco yo os digo con que autoridad actúo yo».
La primera exhortación, por tanto, es a sopesar y ampliar en sí mismo el misterio, el estupor y la intriga que suscita esta página asombrosa del Hijo del Hombre, por cierto muy representada en la iconografía y pintura religiosas. La segunda invitación es a rememorar el «conviene que cumplamos toda justicia». Sus padres lo habían rescatado con un par de pichones, se atenían a las «subidas» al templo; seguro que practicaban las purificaciones rituales, guardaban el sábado, etc., ¿por qué no se iba a exponer a la acción del último profeta?
La tercera sugerencia es reconocer la rúbrica de Dios. Jesús no se equivocó yendo donde el Bautista. La manifestación de la voz de Dios, designándolo «mi elegido», acaece cuando salió del agua. No antes. La complacencia del Padre se hace audible para los testigos, cuando ya había dejado hacer al Bautista. Tras el sometimiento la exaltación, en presencia del Espíritu Santo. La cuarta consideración es que, de otro modo, no hubiera sido posible el «testimonio de Juan». Si Jesús no se hubiera puesto en la cola de los pecadores, él no habría podido proclamar que entre vosotros hay uno al que no soy digno de desatar la correa de sus sandalias. La misión del precursor era muy importante y su vida entera está entretejida con la de Jesús, ya desde su prodigiosa concepcción hasta su martirio.
Jesús vino a refrendar todo cuanto hacía el Bautista. Confirmó su misión y con ella la llegada de los tiempos mesiánicos. Jesús entró sin pecado en el Jordán, y Él santificó sus aguas para siempre.
Francisco Jiménez Ambel