Los seres humanos, por genética y por nuestra propia historia, llegamos a conformar un carácter peculiar, con sus virtudes y sus defectos. Hay quien en nuestra forma de ser identifica metafóricamente la manera de actuar de distintas especies de animales, de manera que un grupo humano podría parecer un auténtico zoológico. Los cristianos, como seres humanos, no estamos exentos de esto, por lo que cualquier comunidad cristiana también podría asemejarse a un zoo. ¿Cuál es entonces la diferencia entre un grupo cualquiera y un grupo cristiano?
Nuestras circunstancias personales pueden afectar de tal manera que en unos momentos brillen más nuestras virtudes y en otros queden ocultas por nuestros defectos. Nuestro carácter nos hace distintos y ello dificulta la convivencia, pero al mismo tiempo nos hace complementarios y por tanto necesarios para el bien común. Veamos qué nos dice la Palabra de Dios:
“El lobo habitará con el cordero y el leopardo se recostará junto al cabrito; el ternero y el cachorro de león pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá; la vaca y la osa vivirán en compañía, sus crías se recostarán juntas, y el león comerá paja lo mismo que el buey. El niño de pecho jugará sobre el agujero de la cobra, y en la cueva de la víbora meterá la mano el niño apenas destetado. No se hará daño ni estragos en toda mi Montaña santa, porque el conocimiento del Señor llenará la tierra como las aguas cubren el mar” (Is 11,6-9).
La imagen de la paz mesiánica que nos da el profeta no debe inducirnos a idealizar la comunidad cristiana que peregrina en la tierra, porque nos veríamos decepcionados inmediatamente. En la imagen, el profeta anuncia unos cambios de comportamiento, pero no dice que haya un cambio de naturaleza; los animales siguen siendo lo que son; Dios nos ama como somos y no pretende convertirnos en alguien distinto a nosotros mismos. De hecho, para salvarnos no nos ha privado de nada, no nos ha despojado de nuestra naturaleza dañada convirtiéndonos en seres angelicales, sino al contrario: Él se ha hecho uno de nosotros, ha tomado nuestra naturaleza y nos ha salvado con la encarnación de su Hijo. Se ha convertido en nuestro guía.
Él es el inocente puesto a la cabeza, a quien el veneno de la víbora no puede matar (la serpiente —el demonio— ha sido derrotado y no tiene poder sobre los humildes). Y si los animales de la imagen no dejan de ser lo que son, debemos esperar de ellos que actúen como lo que son. Entonces, una comunidad cristiana debería acabar destrozada como un zoo en el que no se separan los animales. Sin embargo, el mundo de los afectos no es el mundo material. En aquel la muerte no nos viene de fuera, sino que depende de nuestra reacción interior al daño que se nos causa, o que creemos que se nos causa.
unidad y comunión
Cuando se forma una comunidad o un grupo cristiano no debemos esperar una especie de magia que nos convierta a todos de repente en buenos, buenísimos que flotan en el aire y que parecen vivir fuera de la realidad. La gracia no es magia, porque Dios cuenta con nuestra voluntad y respeta nuestra libertad. La conversión es un camino —“Habrá un camino para el resto de su pueblo… (Is 11,16)—, un itinerario que hay que recorrer, y que no se puede recorrer en solitario. Formar parte de una comunidad cristiana es una elección de Dios y un privilegio: “Aquel día, el Señor alzará otra vez su mano para rescatar al resto de su pueblo, a los que hayan quedado de Asiria y de Egipto, de Patrós, de Cus, de Elám, de Senaar, de Jamat y de las costas del mar. Él levantará un emblema para las naciones,reunirá a los deportados de Israel y congregará a los dispersos de Judá, desde los cuatro puntos cardinales” (Is 11,11-12).
La conversión supone un combate para no caer en la tentación y dominar nuestras pasiones, un combate contra nuestros pecados, fijándonos en nuestro guía, de manera que mirándonos en Él como en un espejo ya no nos vemos tan guapos como creíamos; cada uno se compara a sí mismo con el modelo a imitar y no lo usa contra los demás para resaltar sus defectos, y así dejamos de combatir a nuestros hermanos, para unir nuestras fuerzas frente a nuestro enemigo común, para conquistar la santidad que se nos propone: “Cesarán los celos de Efraím y serán exterminados los opresores de Judá; Efraím no tendrá más celos de Judá y Judá no hostigará más a Efraím. Ellos se lanzarán a Occidente, hacia la cuesta de los filisteos, y juntos despojarán a los hijos de Oriente; extenderán su mano sobre Edóm y Moab y los amonitas estarán bajo su dominio” (Is 11,13-14).
Pero este es un combate que dura hasta el final. En la medida en que nos vayamos convirtiendo irán cesando las luchas y las enemistades entre los hermanos, produciéndose una verdadera comunión, descansando juntos en el Señor y alimentándonos con un alimento común, la Eucaristía. Pero seguimos siendo quienes somos, y en un momento que bajemos la guardia, saldrán nuestras tendencias y ofenderemos al hermano; pero si el hermano está fuerte con Dios, no le hará daño, porque en la medida que el conocimiento del Señor, con la escucha de la Palabra, nos vaya llenando, y con los sacramentos vayamos recibiendo el Espíritu del Resucitado, vencedor de la muerte, recibiremos la vida, e iremos siendo más humildes; el veneno de la víbora no nos matará. Aceptaremos con humildad las correcciones del hermano y no nos afectarán sus ofensas.
Por eso en una comunidad cristiana los problemas se afrontan hablando cara a cara, deshaciendo muchos malentendidos, y no apuñalando por la espalda. La muerte ya no tiene poder y se puede pasar a través de ella: “El Señor secará el golfo del mar de Egipto y agitará su mano contra el Río: con su soplo abrasador, lo dividirá en siete brazos, y hará que se lo pueda pasar en sandalias. Habrá un camino para el resto de su pueblo, para lo que haya quedado de Asiria, como lo hubo para Israel cuando subió del país de Egipto” (Is 11, 15-16).
humildad y libertad
Por otra parte, la conversión es personal, y Dios tiene mucha paciencia con todos, y tiene un tiempo para cada uno, pero quien avanza más en su conversión también va siendo más paciente con los demás, porque sabe que no es mejor que ellos.
Tal vez podamos decepcionarnos y perder el ánimo, pensando que el camino es demasiado largo y penoso, que para aguantar a los demás, mejor estábamos fuera… Sin embargo, afuera lo que nos encontramos no es un zoo, sino una selva en la que rige la ley del más fuerte; si somos débiles seremos destrozados afectivamente.
Solo los humildes que caminan con el espíritu del Señor pueden pasearse por esta selva sin temor; solo aquellos que han aprendido a no juzgar al hermano pueden amar al enemigo fuera de ella y no ser afectados por el veneno de la víbora.
Hay quien confunde humildad con debilidad, pero el humilde es Israel, fuerte con Dios. Si somos predadores, acabaremos solitarios y evitados; no es un panorama muy halagüeño, y además nos perderemos la experiencia de las primicias del cielo.
Miquel Estellés Barat
Funcionario