«En aquel tiempo, se presentó un maestro de la Ley y le preguntó a Jesús para ponerlo a prueba: “Maestro, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Él le dijo: “¿Qué está escrito en la Ley? ¿Qué lees en ella?”. Él contestó: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con todas tus fuerzas y con todo tu ser. Y al prójimo como a ti mismo”. Él le dijo: “Bien dicho. Haz esto y tendrás la vida”. Pero el maestro de la Ley, queriendo justificarse, preguntó a Jesús: “¿Y quién es mi prójimo?”. Jesús dijo: “Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, cayó en manos de unos bandidos, que lo desnudaron, lo molieron a palos y se marcharon, dejándolo medio muerto. Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio: al verlo dio un rodeo y pasó de largo. Pero un samaritano que iba de viaje, llegó a donde estaba él, y, al verlo, le dio lástima, se le acercó, le vendó las heridas, echándoles aceite y vino, y, montándolo en su propia cabalgadura, lo llevó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó dos denarios y, dándoselos al posadero, le dijo: «Cuida de él, y lo que gastes de más yo te lo pagaré a la vuelta.» ¿Cuál de estos tres te parece que se portó como prójimo del que cayó en manos de los bandidos?”. Él contestó: “El que practicó la misericordia con él”. Díjole Jesús: “Anda, haz tú lo mismo”. (Lc 10, 25-37)
Este Evangelio siempre denuncia mi fariseísmo, porque si la Escritura entera se resume a lo que nos dice el libro del Deuteronomio 6,4-5: “Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza”, no sé ustedes, pero yo no puedo hacerlo. Me debato a diario con mi naturaleza, encontrando solo buenas intenciones que a la hora de llevarlas a la práctica quedan en nada. Y todo esto cuando me levanto con el pie derecho; cuando estoy alicaído ¡ni eso !
Me doy cuenta que mi vida es un saco de mentiras barnizado de buenas intenciones, que en la mayoría de las ocasiones terminan en moralismos, y como tales, llegan a agobiar, a cansar ; doy alguna limosna —sin exagerar, que sabrá Dios en que se lo gasta realmente—; colaboro con alguna ONG; doy ropa que ya no me viene bien y algún que otro bocadillo al pedigüeño del semáforo. Pero no me pidan mas, que no hay, porque el traje me viene grande. Y lo peor de todo es que me creo mejor que otros.
Nunca he lavado y vendado las heridas a un harapiento, nunca he sentado a mi mesa a un marginado, nunca he escuchado a un desesperado preso de la soledad cotidiana, o simplemente me he entretenido quince minutos en escuchar a mi hijo pequeño que tiene “un gran problema” o que quiere hacerme partícipe de sus vivencias e ilusiones. ¡Eso sí , la Biblia la manejo! Y ya no te digo el Catecismo, me sé a pie juntillas los 2.865 artículos… ¡Todo un letrado! Con tanta letra, ¡y no he visto la imagen de Cristo en todo estos hermanos!
En la cabecera de mi cama tengo un crucifijo con un Cristo ya expirado, una hermosa que al mirarla me hace sentir a veces un canalla, a veces indignidad, a veces esperanza, pero siempre amado. Y al contemplar este Evangelio me doy cuenta que el buen samaritano es Cristo y el apaleado soy yo, que despojado de mis ídolos materiales que me aseguraban a este mundo quedo a merced de sus saqueadores, que no conocen la piedad . Y reconozco que ser cristiano es ser “Alter Christus”, otro Cristo. Que Cristo significa ungido. Ungido por el Espíritu Santo , sin el cual no puedo hacer nada que quede escrito en el Libro de la Vida. Que la fe es un regalo, que en la oración es donde escucho al Padre mío y Padre vuestro, y siento que, como hijo, anhelo su naturaleza.
Mirando a este crucificado he comprendido que Él ha sido el único capaz de cumplir esta palabra del Deuteronomio. Amando a Dios con todo su corazón cuando le fue roto por la lanza del soldado; con toda su alma entregándola al Padre en su último aliento, con todas sus fuerzas simbolizadas en manos y pies traspasados por los clavos. Y con toda su mente, atravesada su cabeza por las espinas de la corona.
Dios me llama, como a ti, para ser ungido y así caminar por los caminos de esta vida vendando heridas, echándoles aceite y vino, abriendo la posada a los demás, haciéndolo presente a Él. Ahora bien, la elección está hecha; de ti y de mí depende escoger, ante el sufrimiento de este mundo, ser sacerdote, levita o samaritano.
Juan Manuel Balmes Ruiz